Las siete dimensiones

Aaoth

Mientras todos los niños se relajaban jugando en la terraza trasera del museo, Juliano estaba sentado en la barda de piedra entretenido con una serie de libros, una libreta de notas y una calculadora.

―¿Qué tanto haces, Juliano? ―preguntó Viviana acercándose a él.

―Es que pensé que ya tenía la ecuación que me ayudaría a determinar la relación entre nuestra edad real y nuestra edad física… Pero hay muchas cosas que no me cuadran.

―Ya deja de ser tan aburrido ―dijo Irina poniendo los ojos en blanco―, hemos vuelto a ser niños, y en lugar de aprovecharlo…

―Además ―intervino Darel―, en pocos minutos los adultos partirán a Aaoth. Debemos estar con la mente despejada por si cambian de opinión y nos necesitan para ayudar.

―En eso tienes razón. ―Juliano cerró los libros y los apiló para regresarlos al castillo―. Iré a dejar todo esto a la oficina del vicario.

Juliano dejó los libros y al salir de la oficina, respingó. Un hombre de pelo negro y ondulado estaba en el pasillo. Le parecía extraño. No era un lugar al que los visitantes llegaran tan libremente.

―¿Busca algo? ―preguntó Juliano

―Sí… en realidad busco a la directora ―dijo el hombre―. ¿Es esa su oficina?

―No, ella se encuentra ocupada por el momento. Pero, si gusta, puedo darle su recado.

―Te lo agradezco ―dijo el hombre―. Es urgente que ella reciba este material ¿Se lo podrías hacer llegar?

―Sí, claro. ―Juliano recibió un paquete y se encaminó hacia las escaleras.

Iba rumbo a la habitación oculta de Ikal, con la extraña sensación de estar siendo vigilado, pero no había una sola persona en ese piso.

Entró a la habitación en donde todos los adultos se preparaban para visitar la dimensión de Aaoth.

―Imamú, un mensajero vino a dejarte esto. ―El niño le entregó el paquete.

―Gracias Jules ―dijo ella tomándolo, pero colocándolo en seguida en una mesa, sin prestarle interés.

―¿Están seguros de que no necesitarán de nuestra ayuda esta vez? ―preguntó

―No, hijo ―intervino el anciano Kayah―, es muy peligroso. Vuelve con los demás.

Juliano salió de la habitación dejando a los adultos revisar la serie de aparatos que Darel les había construido.

―Aparentemente el astra que Rulfo modificó para proteger nuestro estado físico será suficiente para resistir los altos niveles de radiación de Aaoth ―comentó Kenneth luego de observar en una pantalla flotante un conejo saltando en un mundo estéril.

―El conejo lleva ahí cerca de dos horas y sus signos vitales siguen intactos ―comentó Timtaya.

―Entonces, como quedamos ―dijo Imamú―. Danbi, Neruana y Soledad se quedarán monitoreando. No pierdan de vista ni una sola de las pantallas y estén atentos a cualquier indicio de peligro. Si en las otras dimensiones se han colado criaturas de los inframundos, en esta que es la más dañada, el peligro puede ser mayor. Por esa razón necesito que te quedes, Shouta. Citlalli irá con nosotros, ante cualquier peligro que la inmovilice a ella, tú tendrás la misión de conectar tu energía desde aquí.

―Cuenta con ello, Imamú. ―Era de esas pocas ocasiones en las que Shouta perdía su eterna sonrisa.

―El resto ―dijo Kayah con gravedad―, revisen lo que deben llevar. ―Kayah comenzó a listar mientras el resto asentían―. ¿Sus propios astras? ¿Pociones regeneradoras? ¿Varitas y báculos? ¿Teléfonos celulares? ¿Escobas voladoras? ¿Brújulas?

―Todo en orden ―dijo Aidan.

―Bien… entonces, es el momento de cruzar. Nos quedan sólo tres días para sembrar esa semilla, y Aaoth está demasiado dañado como para esperar seis meses más así que ―Kayah inhaló con fuerza―, den lo mejor de ustedes.

Shouta se acercó a Citlalli con un gesto sombrío y la abrazó con fuerza.

―Te quiero de regreso, ¿entendiste?

―Estaré de regreso ―respondió ella―, tú me estarás cuidando desde aquí.

Soledad hizo una floritura con su varita. Una esfera oscura flotó al centro de la habitación, haciéndose cada vez más grande hasta formar un enorme agujero negro.

―Suerte. ―dijo Neruana, con preocupación.

Uno a uno, los magos entraron en el agujero. Al cruzar, se encontraron en un mundo oscuro. El cielo estaba cubierto por gruesas nubes gris y marrón. El suelo era completamente árido y a lo lejos se veían al menos cuatro tornados. Los magos tuvieron que recurrir a un hechizo que los protegía alrededor del cuerpo, ya que estaban entre una tormenta de arena.

Kenneth sacó su brújula. La aguja titubeó un poco antes de apuntar a un montículo que había unos pasos adelante y una segunda aguja apunto a otro montículo hacia atrás.

―Creo que esto nos indica que necesitamos de ambos contactos para lograr sembrar la semilla ―dijo Kenneth.

―Titubeó mucho en señalar la casa de Hari ―comentó Atziri―. Ese guerrero aún no está muy seguro de su lealtad.

―Tenemos que ir por ambos ―insistió Kayah.

La mitad de ellos fueron al montículo más cercano. El resto fue al que quedaba atrás. En la base estaba una escalera que daba paso a una puerta en el subsuelo. Imamú tocó la puerta y un enorme y fornido hombre de rasgos mongoles abrió la puerta.

―Llegan en muy mal momento ―dijo de forma fría―. Hay muchos tornados el día de hoy.

―Sabes que sólo tenemos veinte días alrededor del equinoccio para sembrar las semillas ―dijo Agastya―, y de esos veinte, sólo nos quedan tres. No podemos esperar otros seis meses.

―Bien, pasen ―el musculoso sujeto los invitó a pasar

Entraron a una casa hecha de adobe por debajo de la tierra. La luz de dos velas negras le daba un aspecto aún más deprimente. Sentada en una mesa, estaba una jovencita picando tubérculos de aspecto desagradable. Los magos quedaron boquiabiertos al ver que por entre su larga cabellera color lila que caía sobre su espalda, salían dos alas color índigo.

Kayah interrogó con la mirada. Hari frunció los labios.




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