Al llegar a la oficina del director, la trabajadora tocó la puerta suavemente. Escuché la voz del director al otro lado, autorizando la entrada. El eco de su voz ya hacía que mi estómago se revolviera. Apenas crucé el umbral, me encontré con una escena inesperada: las dos mujeres de ayer estaban allí, esperándome.
La mujer alta de cabello sonrió con calidez. Su presencia irradiaba una calma tan profunda que casi me hizo bajar la guardia, aunque no podía sacudirme la inquietud. A su lado, Yunna, la mujer de cabello negro y mirada penetrante permanecía sentada en silencio, con una rigidez que parecía contagiar el aire a su alrededor. Sus ojos grises me evaluaban de arriba abajo, como si cada parte de mí fuera escrutada en un segundo.
—Hola, Davinder —habló primero Sabrina, su voz suave, como una brisa cálida que intenta desvanecer las tensiones en la habitación—. Soy Sabrina, y ella es mi hermana Yunna. Somos de la familia Suzuki.
Yunna asintió brevemente, sin cambiar su expresión. Su rostro seguía siendo una máscara impenetrable.
—Hola —murmuró con un tono seco, casi cortante.
El hecho de que fueran hermanas me tomó por sorpresa. No solo no se parecían en lo más mínimo, sino que sus formas de actuar eran completamente opuestas: Sabrina irradiaba tranquilidad y empatía, mientras que Yunna parecía envuelta en una capa de frío control y disciplina.
Tragué saliva, intentando reunir el coraje para hablar, aunque mis palabras se enredaban en mi mente.
—Hola, um… encantado de conocerlas a ambas —dije con una sonrisa nerviosa que apenas podía sostener.
Sabrina amplió su sonrisa, irradiando una amabilidad que me desarmaba por completo.
—Lo mismo, querido —Su tono era tan tranquilizador que, por un momento, me hizo olvidar el motivo de su visita.
Sin darme la oportunidad de preguntar por qué estaban allí, el director intervino, su voz solemne y directa como siempre.
—Davinder, por favor toma asiento. Tenemos algo importante que discutir.
Me senté, sintiendo cómo la tensión aumentaba en mi pecho. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla incómoda de curiosidad y miedo recorriéndome.
El director se aclaró la garganta, mirando sus papeles por un instante antes de volver a fijar la vista en mí.
—Davinder, tengo noticias importantes. La señorita Yunna ha decidido tomarte bajo su cuidado como su hijo.
El mundo pareció detenerse por un segundo. Mis ojos se abrieron con sorpresa, y una confusión abrumadora se apoderó de mí. ¿Yunna, mi madre? Las emociones me golpearon como un torbellino: decepción porque no era Sabrina, la que parecía más cercana y cálida, y un rayo de esperanza de que tal vez, solo tal vez, con Yunna las cosas pudieran ser diferentes.
Pero esa esperanza se desvaneció casi al instante cuando Yunna rompió el silencio con su voz firme y sin rastro de ternura.
—No espero nada más que obediencia y respeto, Davinder —dijo, su tono como una sentencia—. Seguirás mis reglas sin cuestionar.
Asentí rápidamente, aunque mi garganta se secó de repente.
—Sí, señora —murmuré, tratando de disimular la decepción que se arrastraba por mi interior.
Sabrina, con la misma calma que al principio, se inclinó hacia mí y puso una mano suave sobre mi hombro. Sus ojos, que ahora noté tenían un matiz gris azulado, reflejaban una comprensión que me desconcertaba.
—No te preocupes, Davinder —susurró—. Todo estará bien.
Pero, aunque sus palabras eran reconfortantes, no podía sacudirme la sensación de que las cosas estaban a punto de volverse mucho más complicadas de lo que jamás imaginé.
El director no perdió tiempo. Apenas terminó de hablar, me miró con su típica expresión impasible y dijo:
—Davinder, ve a tu habitación y empaca tus cosas. Saldrás hoy mismo con la señorita Yunna y su hermana.
Mi corazón dio un vuelco. Hoy. ¿Tan pronto? Me levanté lentamente, con las piernas un poco temblorosas, y salí de la oficina sin decir una palabra más. Mientras caminaba por los pasillos del orfanato, todo a mi alrededor se sentía extraño, como si el lugar hubiera cambiado de alguna manera, aunque sabía que lo único diferente era lo que estaba a punto de sucederme. ¿Por qué me eligieron a mí? ¿Qué habían visto en mí esas mujeres?
Al llegar a mi dormitorio, el silencio de la habitación se sintió más denso de lo habitual. El mismo lugar donde había pasado tantas noches en soledad, ahora parecía aún más vacío. Me acerqué a la pequeña cómoda junto a mi cama y abrí el cajón donde guardaba mis pertenencias. Sabía que no había mucho que llevar, pero eso no hacía el momento más fácil.
Tomé el conjunto de ropa que había usado en las últimas semanas. Solo eran tres sudaderas gastadas y dos pantalones, pero eran lo único que tenía. Los doblé con cuidado y los coloqué en una pequeña maleta que había en la esquina. Mi mente seguía intentando procesar lo que acababa de pasar. Apenas unas horas antes, pensaba que el día sería como cualquier otro, y ahora me estaba preparando para dejar el único lugar que conocía, aunque no lo quisiera. ¿Cómo le haría para contarle a Sarah? No había tenido tiempo de despedirme. ¿Qué pensaría cuando se diera cuenta de que me había ido sin decir una palabra?
Mientras esos pensamientos me llenaban la cabeza, mis manos tropezaron con algo duro en el fondo del cajón. Lo saqué lentamente: mi álbum de recuerdos. Lo abrí, pasando las páginas con cuidado. Las fotos que tenía dentro eran mayormente de cuando mamá aún estaba viva. Su sonrisa estaba ahí, intacta en cada imagen, como si el tiempo no hubiera pasado desde el accidente. Sentí un nudo en la garganta al recordar. Este álbum era una de las pocas cosas que aún me unían a ella. Lo guardé en la maleta con más delicadeza que la ropa, asegurándome de que no se dañara en el camino.
Junto a él, algunos juguetes se asomaban desde el fondo del cajón: un coche de metal que apenas rodaba, y una pequeña figura de un dragón con una pata rota. Eran cosas insignificantes para los demás, pero para mí, eran parte de una infancia que había dejado atrás demasiado pronto. Los metí en la bolsa, sin pensar mucho, solo porque no podía dejarlos atrás.
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Editado: 02.12.2024