Cada vez que le he preguntado a un lugareño acerca de los crímenes ocurridos en los alrededores y la razón por la que los conoce con tanto detalle, responde de la misma forma: «son parte de la cultura popular» y tristemente, esa es la excusa que generalmente adjuntan a la conducta común de idolatría hacia estas imágenes que fastidiaron al sistema judicial y que espantó, asombró y maltrató la conciencia del pobre diablo que estuviese viendo en lo que se convertía el mundo. Porque ese pobre diablo sabía que él no se encontraba tan lejano a esta bestialidad, que simplemente tocaba sus instintos más básicos: defensa, venganza; violencia. Y la mayoría de estos, no necesitaban de las primeras dos cosas.
Es esa hambruna que sienten de muerte, sangre y emoción, la que les maltrata la conciencia, porque saben que cualquiera mata con la presión necesaria. Aunque se niegan a admitirlo, por «querer» seguir haciendo lo que es correcto.
Quiero decir, si la vida de mi madre, mi padre o de mi hermano corriesen peligro, yo sé que haría peligrar también la vida de quien esté atentando contra mis seres queridos. ¿Acaso tú no?.
Dime, si estuvieras viendo una escena de maltrato doméstico en público: ¿intervendrías aunque tu integridad se pueda ver afectada o sólo sentirías lástima por la persona maltratada?, la cual por cierto, es casi seguro, termine muerta; a corto o largo plazo. Y no me lo invento, solo es cosa de ver las estadísticas.
«Malditos sean los impuntuales», pensé.
Yo ya había llegado, pero no se veía ni sombra del jodido camarógrafo. Al imbécil le pagaban baratísimo, pero ni siquiera se esforzaba por lograr un aumento. Le importaba un bledo mantenerse limpio siquiera para venir a trabajar, y de todas formas no era ningún genio con la cámara como para aguantarle tanta porquería.
Ya venía quince minutos tarde, por lo que pensé en simplemente entrar y anotar la entrevista en mi cuaderno de apuntes y simplemente reclamar después.
Caminé, incómoda por el vestido con falda tubo, que aprisionaba mis piernas juntas, jodiéndome más el humor, pensando que tendría que mantenerme incómoda durante la entrevista. Pensando que si me quitaban este trabajo, nada mejor se presentaría a mi puerta.
Cuando finalmente llegué a la gran puerta de vidrio, vi el lugar tapizado en policías y gendarmes con la misma cara que yo debía de cargar en ese momento: cara de querer dormir un par de horas y quedarse así. Uno de los policías se acercó:
—¿La ayudo? —preguntó.
—Ajá, sí. Soy la reportera, vengo a entrevistar a Johnny M. Lloyd para el canal Tomorrow's Today.
No pueden siquiera empezar a entender cuánto me molesta el estúpido nombre del canal. Si fuera fácil encontrar trabajo en estos días, renunciaría.
—Oh, claro. Está anotado, pero para confirmar... ¿Su nombre?
—Rerhee Craig.
—¿Viene usted sola?
—Sí... El puñetero camarógrafo ya no ha llegado.
—¿Y cómo piensa grabar la entrevista sin el camarógrafo?
—No lo sé, tal vez grabe audio.
Entonces se abrió la puerta de la comisaría nuevamente. La puerta grande. Y entró el imbécil barrigón, comiendo grasas saturadas mientras destacaba su tosca piel por la falta de agua, sus ojos irritados y ojerosos por la falta de sueño, y su falta de duchas en su grasiento pelo. Creo que en toda mi vida, es la única persona que conozco que es tan descuidado.
—Problema resuelto entonces —dijo el policía.
—Sí, por favor. Tenemos poco tiempo —le apresuré.
—Ujum —dijo sin abrir la boca, mientras escribía en una hoja, apoyándose con una base de madera—. ¿Tu nombre? —le preguntó al camarógrafo, que ya se había aproximado
—Mark Stewart.
—Bien —sonrió el policía, rayó la hoja, y luego nos miró—. Ambos, firmen aquí —señaló un lugar y consiguientemente, firmamos.
Tenía sólo una hora con Lloyd, pero ahora sólo treinta y cinco minutos, consecuencia de la tardanza del camarógrafo y el registro de nuestras pertenencias antes de entrar, que fue bastante riguroso.
El policía nos guió hasta una sala solitaria, con aspecto viejo y descuidado. Me senté en una de las sillas, mientras el camarógrafo acomodaba la cámara sobre la pequeña mesa metálica. El policía se fue, y un gendarme trajo a Lloyd. Se sentó en la silla que se encontraba frente a mí.
Masticaba chicle, salivando de más. Hizo un movimiento de cabeza para alejar algunos mechones de cabello de su cara. Aprovechaba los movimiento bruscos para intentar asustarme.
Era un hombre delgado, alto y castaño, con el cabello que caía hasta la mitad de su oreja. De ojos marrones y con la cara llena de cicatrices, cosa que obviamente no era de extrañar. Tenía horribles facciones y parecía joven, pero a maltraer. Se le veían cicatrices en el cuello, en los brazos también, de cortes, de quemaduras; además combinados con golpes, con moretones. Masticaba el chicle y movía su cabeza, se movía cuanto podía en esa silla. Luego, el gendarme procedió a quitarle las esposas de las muñecas, sin embargo, esposó su tobillo a la silla.
Me quedé viendo fijamente el lápiz que dejé encima de la mesa.
—¿Dónde se supone que regalan chicle? —preguntó el gendarme con voz severa a Lloyd.
—¿Regalar? No sé. ¿Qué le hace pensar que me regalan las cosas?
—No lo sé, Caracortada, ¿de qué otra forma ganarías chicles?
—No, no. No soy cubano, hombre; ya se lo he dicho. Y tampoco me muevo en drogas —hizo ambas referencias por la película de Caracortada, ya que al parecer, era un chiste usual del gendarme.
El gendarme pareció rendirse ante su presidiario con el interrogatorio. No iba a hablar, y ambos lo sabían.
De todas formas, ¿qué importaba si tenía un chicle o no?.
—Todo listo —dijo el camarógrafo.
Entonces empecé la entrevista; ignorando al gendarme y el asunto del chicle. Voltee hacia la cámara.
—Buenos días, Tomorrow's Today. Hoy me encuentro con uno de los criminales más populares de estos últimos tiempos: Johnny M. Lloyd —me giré, para ver a Johnny en lugar de ver la cámara—. Veo que los demás presidiarios te dieron una especial bienvenida.
Lloyd tenía cicatrices antiguas, pero también del tipo de cicatrices que tienes luego de haber sufrido un accidente automovilístico, con la diferencia de que esas se veían recientes.
—Si le quiere llamar así... —dijo encogiendo hombros y masticando el chicle.
Masticaba el jodido chicle con desesperación. Con la boca abierta, con aliento podrido, con ganas de intimidar, con ganas de asustar con carne, es su forma de mostrar sus dientes amarillos, de fumador.
—¿Por qué crees tú que se ensañaron tanto contigo?
Como reportera, me veía en la obligación de hacer preguntas estúpidas, cosas que el público ya sabía. Lloyd era un violador y homicida, no había forma de que el resto no intentase hacerse respetar.
—Bueno, nadie trata bien a los de mi clase cuando llegan —hizo un gesto de manos que demostraba rendición al respecto.
—¿A qué te refieres con «los de tu clase»?
—A los criminales sexuales —me miró detenidamente.
—Johnny, dime. ¿Cuál crees tú que es el origen de tu fetiche con las jóvenes delgadas, bajas y rubias? —guardé silencio por un segundo—. ¿Por qué esta... preferencia por las rubias?
—Supongo que es porque las rubias son muy, muy bonitas —hizo una pausa y miró mi cabello, rubio—. Y al ser bajas y delgadas son fáciles de cargar en un saco —me sonrió.
Como aficionada a las novelas policíacas, sabía que lo único que él deseaba más que matar y violar, era la fama. Y por desgracia, yo era quien se la estaba dando.
—Aléjate, Lloyd. Siéntate —gritó el gendarme.
—No me trate como a un perro —se quejó y sentó. El gendarme rió.
—Por favor —le dije al gendarme—. Yo puedo manejar esto.
—Eres como todas esas perras rubias, creen poder manejarlo todo, me mandan y tratan de controlarme —Lloyd golpeó la mesa, frustrado por mi despreocupación ante él—.
—Entonces los asesinatos que cometiste fueron pasionales, ¿no es así?. Fue tu venganza contra las mujeres rubias.
—No. Igual maté a dos castañas que se creían demasiado listas.
Hice algunas preguntas más. Traté especialmente, hacer algunas preguntas molestas para él, para que haya mayor público interesado en el violento Lloyd. Hablamos de su infancia, su doble vida, y por qué odiaba a las mujeres. Fue interesante que admitiera que su primera víctima fue su madre, y que después inculpó al drogadicto padre. Logré bastante material considerando el poco tiempo que teníamos.
—¿Sabe? —me dijo cuando la cámara estaba apagada—. Planeaba asesinarla durante la entrevista. Tiene un lindo cabello.
No se detuvo a esperar mi reacción, probablemente porque no quería tener que combatir nuevamente mi indiferencia.
Se fue, esposado nuevamente por el gendarme, en dirección a su celda individual. Me alegraba que ese imbécil tuviera cadena perpetua sin posibilidad a libertad condicional. Lo malo es que al tener una de las máximas condenas, está aún más predispuesto a matar y violar otra vez: tenía comida, un colchón, prácticamente no trabajaba, y cuando recibía golpizas tenía la oportunidad de golpear de vuelta, sin importar si se le pasaba la mano o no. Para él no era un castigo. Nada hubiera logrado castigarlo correctamente. Ni siquiera la muerte.
Por este tipo de gente, no podía sentir nada más que repugnancia.