Rose.
Las nubes oscuras ocupaban la mayor parte del cielo, anunciando que una gran tormenta se acercaba.
El viento se llevó parte de mi cabello a la cara, ocultando mi vista por unos segundos mientras caminaba en silencio por las húmedas calles de Oregón. Acomode mi bufanda para protegerme del frío y busque en algún lugar algún motel para pasar la noche. Ayer volví a salir a cazar Lycans pero desgraciadamente no encontré a ninguno.
No perdía las esperanzas. Tarde o temprano alguno debía de aparecer y entonces esa sería mi oportunidad.
Los Lycans vivían en manadas y no eran para nada como esos sexis chicos salidos de Teen Wolf, No. Algunos eran apuestos, si, pero todos ellos carecían de humanismo. Eran crueles y despiadados porque se dejaban dominar por las bestias que llevaban dentro.
Cuando se convertían en animales, se comportaban como uno, no razonaban. Se dejaban llevar por el instinto asesino, no diferenciaban lo bueno de lo malo y atacaban todo a su paso.
Eso los hacía peligrosos.
Por años vi lo que los Lycans eran capaz de hacer a sus víctimas. Recuerdos de los brazos de mi padre con cicatrices llegaron a mi mente. Con grandes garras y colmillos alargados. Eran tan aterradoras que daban miedo.
La punzada en mi pecho creció. Y odie el insoportable dolor que me produjo pensar en él.
Cuarenta y ocho horas habían pasado desde la última vez que había tenido a Ibby conmigo. Cuarenta y ocho horas con veinte minutos y tres segundos pasaron desde el momento que ellos la apartaron de mi lado. Y ni siquiera sabía si se encontraba bien o si estaba viva. Era consciente de todo lo que ellos le podrían estar haciendo y de tan sólo pensar en ello, me hacía sentir el ser más miserable del mundo.
¿Cómo pude haber permitido que se la llevarán?
Fui débil.
Nunca fui una persona que creyera en la fe. Pero ahora más que nunca rezaba porque ella estuviera bien.
Por algún día tener lo que tuvimos, una familia estable y próspera. Llena de felicidad y estabilidad.
Mi corazón se encogió ante ese pensamiento. Como quería que estuviera conmigo. Me sentía como una niña pequeña y perdida en este mundo lleno de crueldad. Los cazadores siempre nos preparaban para ser fuertes, pero nunca nos prepararon para esto.
Para estar solos.
Respirar se sentía como el ácido. Mi garganta se encontraba en carne viva por contener el llanto. Mis ojos se encontraban rojos e irritados por contener las lágrimas que amenazaban con salir con fuerza. Mis manos temblaban, producto de la rabia que sentía y mi corazón latía a mil por hora por los nervios.
Lo único que deseaba era esconderme y no salir nunca.
Porque sin Ibby ya nada tenía sentido.
Tal vez era eso lo que necesitaba.
Dejar de existir para dejar de sentir. Era una opción viable y más fácil.
No merecía portar el apellido Black, que por siglos fue uno de los apellidos más importantes de todo los Estados Unidos. Lleno de miembros respetados de cazadores. Lo mejor de lo mejor. Conocidos por su fuerza y valentía. Valientes hasta el final que morían con honor.
Yo era un fracaso, nada comparado con mis antepasados; nada comparados con los respetados miembros de mi familia: como mi padre, mi abuelo y todos los demás que seguían con el legado incluso después de muertos.
Pero pensar así ahora no me servía de nada. Lo primero era encontrar a Ibby y ponerla a salvo. Luego habría tiempo para la autocompasión. Luego llegaría el tiempo para llorar. Todavía no era el momento. Para ganar debía pensar con la cabeza fría. Volverme sin corazón.
Ser como ellos.
Despiadados y sin misericordia.
Eso es lo que haría, matar a cualquiera que se interpusiera entre Ibby y yo.
La lluvia finalmente comenzó a caer, las pequeñas gotitas salpicaban mi rostro y el viento frío de invierno congeló todo mi cuerpo.
Debía encontrar un refugio a tiempo si no quería morir de hipotermia.
Apresuré el paso hasta que por fin encontré un sitio donde pasar la noche.
El edificio no era el mejor de todos, y se encontraba en un lugar de mala muerte. Pero por lo menos tendría algún lugar donde pasar la noche, calentita y abrigada.
Subí los peldaños con prisa y empuje con fuerza las puertas del motel. Dentro de este se encontraba vacío a excepción del sujeto tras el mostrador quien miraba un partido de fútbol por la televisión.
Deje caer mi gorro que cubría la mitad de mi rostro y una parte de mi cabello. Gracias al cielo mi mochila era impermeable y no permitió que mis pocas pertenencias se mojaran.
A medida que me acercaba, me di cuenta que el sujeto no era el único en la habitación. Otros más se encontraban con él.
El hombre detrás del mostrador parecía ser mayor que yo por algunos años, tal vez unos treinta como máximo. Llevaba el cabello recogido en una coleta y su piel oscura brillaba con las luces del televisor. Ni siquiera se había percatado de mí.
Con un ligero pero demandante golpe llame su atención. Finalmente, el tipo se giró a verme; primero visualizo cada parte de mi de pies a cabeza y luego culminó en mi rostro.
Levanté una ceja en espera.
—Necesito una habitación —Exclame.
El sujeto sonrió ante mi tono y juro que si se atrevía a decir algo inapropiado iba a golpearlo. No estaba para juegos estúpidos y menos con desgraciados necesitados. Los demás me ignoraron.
—¿Y cómo estas dispuesta a pagarme?
—¿Qué tal con efectivo idiota?
—Brame con furia.
Me estaba muriendo de frío y este imbécil no hacía más que retrasar lo que realmente quería. Debió de ver algo en mi expresión porque su semblante cambio de inmediato.
—Deja de molestar a la chica Pietro.
Mire en la dirección de la cual provino la voz.
Una anciana caminaba hasta nuestra posición con una bandeja en sus brazos.
—No eres de por aquí, ¿No es así?
—Volvió a hablar.