Leave Me Lonely

CAPÍTULO 3

Gibran se levantó más temprano de lo que acostumbraba. Desde que había iniciado el proceso de inscripción comenzó a padecer de insomnio y conforme se acercaba el primer día de clases este empeoraba.

En los días anteriores había descansado lo suficiente para rendir al día y llegar lo suficientemente cansado a casa para dormir de un momento a otro, pero el pensar en la preparatoria le arrebataba el sueño y plantaba la vista al techo, esperando a que los brazos del sueño lo acunaran hasta quedarse dormido.

El primer día de clases pintaba que sería una experiencia inolvidable. Había dormido solo dos horas. Perdió el apetito, por lo que su desayuno fue deficiente a pesar de los esfuerzos de su madre por obligarlo a comer más.

— Espero que no te desmayes a mitad de la clase. Sería toda una tragedia. ¡Dios mío, Gibran! Al menos termínate el licuado.

Gibran se empinó el vaso de vidrio y se esforzó por tomar la mayor cantidad que su cuerpo le permitió. Apenas dio un trago y sintió como si se hubiera devorado un litro de licuado de plátano con avena.

— Ya no puedo más — dejó el vaso en la mesa, lo más alejado de su vista para que no se le revolviera el estómago.

— Te alimentas muy mal. Si me llaman para que vaya a recogerte porque te desmayaste ni creas que iré — pero sabía que si llegaba a ocurrir algo así saldría en su encuentro para auxiliarlo.

Sus padres le habían comprado lo indispensable para comenzar su primera semana en la preparatoria: dos cuadernos, plumas, lápices, gomas, sacapuntas, colores, tijeras y pegamento en barra. Su mochila se veía vacía, pero no tardaría en llenarse con lo que cada profesor le pediría.

A su lado había una hoja en la que estaba impreso su horario de clases. El primer profesor que conocería sería al profesor de Lengua Española llamado Pablo. Su preocupación fue mayor cuando vio que dispondría de una hora libre. ¿Qué haría en ese tiempo? ¿Con quién estaría? ¿Se la pasaría solo todo el primer día de clases? ¿Se la pasaría solo todo el año?

Basta, se ordenó mentalmente. Pensar en eso solo le generaba más estrés y ansiedad de la que necesitaba, provocando que el desayuno se sintiera más fuera de su cuerpo que adentro haciendo digestión.

Se vistió, se peinó y rezó a todos los cielos antes de salir de casa con mochila al hombro acompañado de su madre, dirigiéndose a la preparatoria.

Mientras se transportaba no dejó de pensar en Tulipana y Abril. Ojalá les vaya bien, había pensado. Un sentimiento de tristeza lo acompañó hasta la escuela. Las extrañaría demasiado. Nunca pensó que formaría relaciones tan estrechas en su último año de secundaria. Siempre era ignorado, pero ellos habían encajado desde el principio. No solo las extrañaría a ellas, también tenía otras amistades, como, Nayeli, Samantha y Giovana. Esta última había sido su mejor amiga desde primer año de primaria. Llevaban nueve años juntos, pero, como con todos sus demás amigos, habían tomado caminos diferentes, cada uno persiguiendo el sueño que se habían fijado tiempo atrás y otros, como él, andando en un camino que no sabía hacia donde lo llevaba.

Había pasado tan buenos momentos en la secundaria que dudaba que se repitieran, pero pensó que ojalá estuviera equivocado. Tal vez sus nuevos compañeros fueran igual de divertidos y amistosos. Pensar así le dio el optimismo para iniciar su primer día con el pie derecho.

Gibran se plantó a un lado de la entrada. Se giró hacia su madre, bajando la mochila, para sacar la Carta de Protesta Universitaria. Había sido lo primero que guardó dentro de un folder. Por nada del mundo podía olvidar su pase de entrada hasta que no le dieran su credencial.

— Mucha suerte, mi niño — su madre estrechó a Gibran con uno de sus cálidos abrazos que lo afligió a tal punto de que se le formó un nudo en la garganta —. Tranquilo, te irá muy bien.

Gibran asintió con la cabeza, le dio la espalda y entró detrás de un grupo que parecía ser de último grado.

Se sintió expuesto. Las veces que había entrado había sido acompañado, pero ahora estaba solo. A partir de ese día sería así.

Una señorita de camisa azul cielo y pantalón negro revisaba credenciales antes de dejarlos pasar. Cuando fue turno de Gibran le solicitó la hoja que llevaba en la mano, la cual entregó después de dudarlo un momento.

— Adelante.

Lo que hizo después fue por instinto, y estaba acostumbrado a hacerlo desde que inició con su formación académica: se dio la vuelta, dirección a la caseta y caminó hasta que vio los barrotes. A través de ella estaba su madre, como si estuviera esperándolo. Se despidió de él con la mano con una gran sonrisa en los labios a la que él devolvió de la misma manera. Le hizo señas a Gibran de que siguiera adelante. Volvió a despedirse con la mano y avanzó hasta perderse de vista. Cuando posó la vista nuevamente en los barrotes su madre ya no estaba. Llevaba chamarra y bolsa al hombro, lista para irse a trabajar en cuanto lo dejara en la preparatoria.

Recordó su primer día en el kínder. Al principio parecía divertido, pero cuando la perdió de vista había comenzado a llorar. Lo metieron a la fuerza y llevaron hasta el salón de clases, en el que siguió llorando hasta que la profesora lo tranquilizó.

Eso ya no se repetiría. Ya no lloraría.




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