Girando el volante del auto recorro las calles en un día donde los rayos de sol calientan mi brazo izquierdo al posarlo sobre el marco de la ventana. Las hojas de los arboles danzan al ritmo de la brisa y caen en el parabrisas para después ser desalojadas por el mismo viento. Han pasado unos cuantos meses, tres para ser específico, ese es el tiempo transcurrido desde que Amanda desapareció de mi vida sin dejar ningún tipo de explicación.
En mi desesperación tuve que acorralar a Tatiana para sacarle algo de información y solo me dijo que Amanda se había ido a los Estados Unidos, para ser más exacto a New York. Los motivos por los que hizo eso sin tan siquiera despedirse me son ajenos, de hecho, se ha convertido en una pregunta que por muchas noches no me ha permitido conciliar el sueño.
He intentado contactarla, pero su número de celular cambió y por las redes sociales ignora mis mensajes, aunque no me bloqueó lo que me resulta muy extraño.
Hubiera querido tener la oportunidad de hablar con ella para que me dijera las cosas de frente. Por lo menos las típicas frases de ruptura, algo como: “no eres tú, soy yo” “tengo que trabajar en mi misma” “necesito tiempo”; mil veces preferiría que rompiera conmigo usando esas palabras a solo desaparecer e irse del país sin explicación.
Mis dedos se adhieren al volante y cuando los retiro queda plasmada la figura de mi mano hecha con sudor mientras pienso que con el tiempo que ha pasado aún no he derramado ni una lágrima, pero eso no significa que esté bien. La extraño demasiado y me duele mucho la forma como me trató, realmente parece que nunca la conocí.
Las pupilas de mis ojos suben a la esquina del vidrio que conforma el parabrisas viendo una pequeña mariposa atrapada por la brisa, pegada al cristal intenta levantar sus alas y luego de varios intentos lo logra. Agito la cabeza y vuelvo la mirada a la carretera, mejor me enfoco en el camino pues no quiero tener un accidente, aunque ya faltan pocos metros para llegar al orfanato.
Mi cuerpo se mueve un poco hacia adelante al detener el auto frente al portón mientras toco repetidamente el claxon esperando que salga el vigilante. Recuesto la cabeza al cabezal del asiento cuando recuerdo que el portero está de reposo, no sé por qué en detalle, pero su esposa trajo un récipe médico que consta su incapacidad en estos días.
Desciendo del coche y sostengo las llaves con mis manos lanzándola entre ligeros movimientos. Abro el portón y doblo los pies empujándolo mientras las gotas de sudor recorren mi frente como si estuviese haciendo un gran esfuerzo. Es evidente que estoy fuera de forma, yo solía ejercitarme todas las mañanas, pero con lo que me pasó abandoné ese hábito, lo mejor será que lo retome.
Luego de haber entrado cerré el portón y me estacioné en retroceso. Al caminar a la entrada a lo lejos observo a unos niños riendo y jugando en el césped. Una niña con un vestido color rosa me sonríe, se trata de Isabela, hace cinco años la abandonaron en este lugar.
Aún recuerdo que fue en abril, el día en específico lo olvidé. Pero esa noche alguien tocaba el timbre con mucha insistencia. Yo me encontraba cubriendo el turno de uno de los vigilantes, así que salí y cuando llegué a la entrada luego de abrir la puerta me conseguí con esa preciosura de niña metida en una caja de cartón manchada que al parecer tomaron del basurero. Ella dormía rozando sus pequeños dedos con un oso de peluche que la acompañaba, al igual que una carta de despedida de su madre donde decía que su nombre era Isabela y que tenía tres meses de nacida.
Desde ese primer día tuvo que enfrentar distintas calamidades, pero la que más me preocupó fue cuando la meningitis atacó su pequeño cuerpo y en el hospital convulsionó. La triste consecuencia fue que quedara sorda, sin embargo, es una niña muy alegre a la que le he enseñado el lenguaje de señas para poder comunicarnos.
Subo el escalón del andén que limita con la zona donde están los niños jugando e Isabela viene corriendo hacia mí mientras dos coletas rosadas en su cabello brincan con cada paso que da. La tomo en mis brazos alzándola y me hace una seña de saludo con la mano para luego rodearme el cuello con sus pequeñas extremidades.
En verdad necesitaba un abrazo tan tierno.
La coloco de nuevo en el piso y le señalo a los demás niños indicándole que siga divirtiéndose. Ella me responde inclinando la carita a un lado y mostrando una sonrisa donde le faltan los dos dientes superiores para luego ir corriendo a seguir jugando.
Entonces caigo en cuenta que como el vigilante está de reposo tendré que cubrirlo en su puesto, pero lo haré desde el cuarto de cámara en el orfanato. Juraría que Felipe consume 420; solo que no le he pillado con las manos en la masa, no obstante, reconozco muy bien ese olor y en las mañanas cuando se marcha deja la habitación impregnada.
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En la noche me encuentro en el cuarto de observación que está ubicado dentro del orfanato, miro las cámaras y todo marcha en orden. Lo único relevante es un mapache metido de cabeza en el contenedor de basura, sus patas traseras se sostienen en el borde metálico y la esponjosa cola se mantiene doblada. Abro la página del navegador y pongo música en YouTube y luego voy a Facebook.
Y sí, estoy revisando el perfil de Amanda. Luego de inspeccionar sus fotos me doy cuenta que eliminó todas aquellas donde salíamos juntos.
Pestañeo y suspiro para luego abrir el chat viendo todos los mensajes que le he enviado al igual que las veces que me ha dejado en visto. Lo único que quiero es una explicación ¿Por qué se fue de esa forma?, además está claro que tenía meses planeándolo.
Haré un esfuerzo y dejaré de enviarle mensajes porque tengo dignidad.
Si claro, después que le enviaste mil mensajes —dice una voz en mi mente.