Letanias De Amor Y Muerte

1. DESAFORTUNADO DESENCUENTRO

Virreinato de la Nueva España

Ciudad de Santa fe y Real de Minas de Guanajuato

Julio de 1810.

 

—Decidme vuestros pecados, hija —me urgió el viejo párroco cuando me arrodillé en uno de los lados del antiguo confesionario.

—Acúsome de haber matado a mi madrasta —confesé con una sonrisa inocente.

El párroco lanzó un gritito de horror y luego pareció regurgitar, antes de emitir una acalorada exclamación:

—¡Por san Pedro y san Juan! ¿Estáis loca?¿Qué disparate decís?

—Pero la maté de pensamiento, mi buen Señor Cura —le aclaré, abanicándome con ganas para aliviar los calores característicos del verano—; por desgracia solo de pensamiento.

El párroco de piel blanca y corrugada, de pelo ralo y blanquecino, propio de un hombre de edad, comenzó a resollar de forma reiterada mientras se golpeaba la frente con la ventanilla de madera.

—Le di un té negro y le vertí las uñas filosas de su gato —le expliqué—. Y lo bebió todo, Señor Cura. Murió desangrada, retorciéndose en el suelo cual víbora pisoteada. De todos modos, sigo creyendo que la peor parte se la llevó el gato. ¿Se imagina cuán desdichado será la vida del inocente de ahora en adelante? Un gato sin uñas es como un elote sin maíz.

—¡Anabella, qué desfachatez! —vociferó de nuevo el Señor Cura sin dar crédito a lo que oía—. ¿En verdad osáis decir cosa semejante?

Aunque el Señor Cura trataba de hablar con el español de América, para no desentonar con sus fieles, no siempre lo conseguía a la perfección. En ocasiones se le oía decir «ustedes» y en otras «vosotros» como producto de su confusión.

—No sin razón comprendo su disgusto, padre, ¡pobre gato, no merecía desuñarlo! —me lamenté con verdadera tristeza, haciéndome la señal de la cruz como manifestación de duelo.

—¡Hija, que me refiero a vuestra madre, no al desdichado gato!

—¡Padre!, ¿se ha oído?! —elevé mi voz, indignada. El abanico resbaló de mis dedos y quedó colgando en mis anchas faldas—. Ha desmerecido la vida digna de un pobre animal contraponiendo la de un humano. ¿Qué no merece un gato la misma compasión que una mujer ante los ojos de los hombres y de Dios?

—No divaguéis, hija y terminad de relatar vuestro asesinato.

—¡Ay de mí! —exclamé, llevándome con terror las manos a la cara—. Le digo que no la maté de verdad, únicamente la maté de pensamiento —le recordé, el sudor resbalando por mi frente—. Pero eso no quita que sea una mujer cruel.

—¡Por supuesto que sois cruel!

—No, no —le corregí pacíficamente—, no me refería a mí, sino a mi madrastra; bueno, a madre, como a ella le gusta que le diga.

—¡Dios mío, Anabella, ¿habéis estado frecuentando compañías indecorosas últimamente?! Vuestra madre debería de poneros mayor atención.

 

—14—

—¿Más atención? —resoplé—. Madre es mi propia inquisidora. No hace sino corregirme cada cinco minutos. Que si arrastro mi falda más de cinco centímetros en el suelo, que si un mechón se ha salido de mi moño o de mi sombrero, que si mis uñas están tan cortas como las de un varón, que si me rasco la nariz o me quito los mocos en público con el pañuelo. Ya, inclusive, gracias a las intrigas de tía Migdonia, madre parece pretender llevarme a la capital para colocarme en una vitrina en su propósito de encontrarme un marido rico que fortaleza la economía familiar. ¡Soy la vergüenza de la familia porque, a mis diecisiete años, yo no tengo marido! Ya hasta mi prima Marieta, que es menor que yo, está comprometida con un famoso marqués. Mi madrastra me ha dicho que si no consigo pretendiente antes de que acabe el año me internará en el convento de las carmelitas descalzas.

Y es que mi madrastra era más mala que el ajenjo y el jengibre, aunque simulase lo contrario con su cara de empanada. Solía llevar consigo una vara de madera en memoria de la cruz de Cristo: con ella maltrataba a los criados que, a su parecer, incurrían en graves faltas que meritaban la expiación de sus pecados; era una fanática religiosa y estaba convencida de que Nuestro Señor actuaba a través de ella y que por tal motivo podía influir en el devenir de nuestra familia. Su obsesión por la religión excedía límites, incluso había mandado construir una capilla al fondo de nuestra casa. Lo peor de todo era que las atrocidades que cometía las hacía en nombre de la supuesta fe que profesaba.



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En el texto hay: angelescaidos, primeramor

Editado: 27.02.2018

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