El mundo está cambiando.
Joshep Lancel se abotonó el largo y estorboso abrigo y miró hacia arriba, a cielo abierto. Ya estaba atardeciendo. Desde el descubrimiento, los días se habían vuelto cada vez más cortos y las noches cada vez más frías. Las flores se congelaban con sus capullos entreabiertos, la ligera llovizna se clavaba como finas agujas en la piel, y la constante niebla opacaba los suaves rayos del sol. Una cálida primavera que había retrocedido hasta convertirse en un gélido invierno. Era un clima antinatural, incomprensible e inquietante; y Joshep no podía dejar de pensar que aquellas ruinas eran las causantes.
Hace tres semanas, Tomás J. Lancel, un reconocido historiador, había regresado de uno de sus tantos viajes de investigación para hacer una excursión con su hijo al bosque de Los algarrobos, por mera recreación. A Joshep le encantaba acampar ahí de pequeño y Tomás siempre había encontrado el tiempo para llevarlo. Ahora que se graduaría y empezaría a trabajar junto a su padre en la capital, esa sería, probablemente, la última visita que harían al lugar.
El camino hacia el bosque era un poco largo y polvoriento, como todo en la parte oeste del Valle Creciente. Nadie se había molestado en trabajar o en construir cualquier cosa en aquellas tierras, ya sea porque estuvieran muy bien habitando sólo la parte este de la ciudad, o por esos viejos cuentos que algunas abuelas aún les contaban a sus nietos, siempre antes de dormir, mezclando la realidad con los sueños.
Ellas decían que sus abuelas les habían contado, así como ellas lo hacían ahora, que nunca debían acercarse “al desierto lugar antes del bosque” o cosas terribles pasarían. Te decían que ahí moraban espíritus ancestrales de pieles traslúcidas y ojos de múltiples colores, quienes te arrastraban a las profundidades de la tierra para ver en lo más profundo de tu alma y si juzgaban que eras una mala persona te congelaban el corazón, condenándote a vivir sin amor por toda la eternidad... Un cuento de miedo para niños. Tomás y Joshep nunca se habían encontrado con esos “espíritus protectores” en sus muchas idas y venidas al bosque. Sin embargo, aquel día sí se toparían con algo salido de una auténtica leyenda.
Unos lejanos destellos atrajeron sus curiosas miradas hacia un alto muro de cristal blancuzco, el cual sobresalía de la tierra al lado de un solitario algarrobo jorobado. “Selenita” fue lo primero que vino a la mente de Joshep, y su padre lo confirmó con una exclamación audible. Joshep sabía, por sus estudios, que existían cristales de selenita de ese tamaño, incluso algunos mucho más grandes, pero no en Mons, y mucho menos en el Valle. Asombrados, padre e hijo se acercaron rápidamente.
El cristal debía de tener más de cinco metros de altura, menos de dos metros de ancho y era tan grueso como tres paredes puestas juntas. Su color se lo daban unas amplias vetas blancas dentro del cristal que de otra manera hubiera sido totalmente transparente. Era muy suave al tacto, como pudieron comprobar al pasar las manos por su superficie, aunque sus esquinas eran tan cortantes como un cuchillo recién afilado, y resplandecía como ningún objeto sobre la faz de la tierra podía resplandecer.
Poco tiempo después, al observar los alrededores en busca de alguna pista que pudiera ayudarlos a saber cómo había llegado tal cosa hasta un sitio tan desolado, Tomás encontró las esquinas de otros dos enormes cristales. Las exploraciones habían iniciado aquel mismo día.
Joshep bajó la mirada. Ahora se encontraba rodeado de múltiples excavaciones de las que sobresalían decenas de cristalinos muros, algunos de los cuales estaban sostenidos por gruesas vigas de madera. De hecho, el sitio se parecía más a una zona arqueológica que a una minera; y no sin razón.
En las primeras excavaciones se habían sorprendido al descubrir preciosos grabados en muchos de los cristales que iban desenterrando; pero no fue hasta que comenzaron a explorar más la zona, abarcando una extensa área circular de más de cien metros de diámetro, que notaron ciertas diferencias entre los muros, según su ubicación. Estaban los más delgados y fragmentados, con profundos tallados que parecían representar a las estrellas, las montañas, las olas y los vientos. Estos fueron encontrados hacia el centro de la zona. Y estaban los más gruesos e intactos, donde habían sido cinceladas imágenes en relieve de paisajes, escenarios y situaciones particulares que parecían querer contar una historia. Estos fueron encontrados en todo el perímetro de la excavación.
De esa forma se habían dado cuenta que no se hallaban frente a formaciones naturales de yeso. Eran ruinas, las ruinas de una antigua construcción que hace mucho tiempo había sido tragada por la tierra y erradicada de la memoria humana. Una auténtica maravilla de tiempos antiguos hecha de puro cristal. Pero ¿quiénes podrían haber creado algo tan imposible?
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Editado: 22.02.2019