ESPÍRITU
Se escuchó un grito en el baño. Lázaro, asombrado, retrocedió y bajó la guardia. El intruso cerró la puerta del baño de nuevo de un golpe. El muchacho no salía de su asombro, hasta que cayó tropezando con su cama. «La… la chica… que estaba orinando… y que me cerró la puerta… Esto tiene que ser un chiste».
Primero vino el ruido del inodoro, luego el del lavamanos. Lázaro dio la orden a su computadora para que cerrara los programas abiertos y se apagara. Se quitó su manopla y la desactivó, mientras se levantaba del piso para encarar al fisgón.
—¿¡Cómo se te ocurre entrar en una casa ajena sin pedir permiso!?
—No fue sin pedir permiso. Pasé por tu casa porque creí que habías llegado del colegio — explicó Débora—. Me atendió tu mamá. Le dije que te estaba buscando y ella me invitó a pasar y que, si quería, podía quedarme aquí hasta que tú llegaras —concluyó, con una sonrisa.
—No sé cómo a mamá se le ocurrió dejarte en la casa sola —dijo Lázaro, mientras se ponía una camisa.
—Bueno, le dije que tú y yo éramos amigos. Además, ¿cómo desconfiar en la hija de Julieta D’Gala? —le respondió. Lázaro la miraba con el ceño fruncido—. Por cierto, ¿qué vamos a comer? Parece que la señora de servicio no vino a preparar nada.
—¡Eso es porque no tenemos señora de servicio, genio!
—¿No? —Preguntó con asombro—. Entonces, ¿quién hace los deberes de la casa?
—Mamá y yo. Papá no quería que viviéramos rodeados de lujos innecesarios. Creía en lo que llamaba «la autosuficiencia del individuo» y me usaba como conejillo de Indias para ponerlo en práctica.
A pocas cuadras de allí, Anthony, Circe, Romina y Christian caminaban por la zona de las grandes y lujosas casas. Aún en ese lugar, las paredes mostraban evidencia del paso de pandilleros y un símbolo se repetía con frecuencia, una muestra clara de que el sector pertenecía a un grupo para el comercio de artículos robados y otras fechorías. «Ese símbolo —pensó Christian— es de la pandilla donde estaba Lázaro. No creo que esos desgraciados estén ahora por aquí, pero hay que estar alerta».
Los graffitis estaban intactos. Era parte de una regla no escrita, pero conocida por todos los jóvenes —incluso aquellos que no estaban en las pandillas—, que dictaba que el escribir sobre el símbolo de otra banda era considerado un acto hostil y una muestra de desafío.
Pero no eran sólo por los graffitis, carreras o mujeres por lo que los pandilleros se atacaban. También existía otro elemento: el “Klick”.
El Klick era uno de los artículos más populares con los que se comerciaba. Klick era el nombre genérico con el que se conocía a las nuevas drogas de laboratorio que recorrían las calles y las manos de los jóvenes, por su bajo costo de producción. Como sus antecesoras, las pastillas de Klick venían en diferentes colores, para distinguirlas por sus efectos al consumirlas. Había cuatro tipos: los de color verde producían grandiosas alucinaciones; los rojos otorgaban «valor y energía»; los amarillos eran relajantes, y los azules amplificaban los sentidos.
—Muchas gracias por acompañarnos, Anthony —expresó Romina—. Sé que tu grupo terminó el trabajo antes que nosotros, pero no tenías por qué ayudarnos.
—Un caballero siempre ayuda a sus amigos, especialmente cuando les ocurre una desgracia.
—Escuché que hay unos pandilleros como sospechosos del crimen —comentó Circe— Qué horror, el pobre de Lázaro debe estar deshecho.
—Tienes razón —dijo Anthony—. Pero hay que admitir que para ser alguien que perdió a su papá recientemente, lo ha tomado muy bien. Si a mí me pasara algo así, me volvería loco. No sé cómo hace para distraer su mente.
****
—En serio, corazón —dijo Débora, mientras bajaban las escaleras—. No escuché que alguien llegara a la casa. Si no, hubiera esperado en la sala.
—¿Ah, sí? ¿Y en dónde estabas?
—¿Me prometes que no te pondrás bravo?
—¡Dilo de una vez!
— Estaba en el garaje.
—No me digas que tocaste mi moto —a lo que Débora le insistió que era una broma y que no debía molestarse.
—¿Sabes? Estamos los dos solos —dijo la chica una vez que llegaron a la sala. Se le aproximó al adolescente que no despegaba la vista de su curvilíneo cuerpo—. ¿Te acuerdas lo bien que la pasamos los dos solos? «Oh, Dios, aquí vamos otra vez», pensó Lázaro.
El timbre sonó. Lázaro fue a atender la puerta a toda velocidad, pero Débora se le colgó del cuello.
—¡Oye, ten cuidado, me va a dar tortícolis!
Las risitas de Débora se escuchaban desde la puerta. Los compañeros de Lázaro no sabían de qué se trataba hasta que se abrió. La escena podía interpretarse de diferentes maneras: Débora agarraba a Lázaro por el cuello y colocaba su rostro sonriente al lado del suyo, que se mostraba serio.
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Editado: 12.06.2020