EL COSTO DE LA LIBERTAD
Aburrida y monótona, esas eran las palabras para describir la reunión familiar de los Meredos en un restaurante elegante donde la música era sobrio, a bajo volumen y las conversaciones eran demasiado protocolares para su gusto. El motivo era la promoción del padre de Anthony en su trabajo. A pesar de que era una buena noticia, el adolescente no se sentía bien.
En la primera oportunidad, pidió permiso para levantarse de la mesa, se arregló el saco y la corbata, y salió del local para tomar aire fresco. «¡Uh!, casi me duermo allá adentro». Sus ojos se posaron en la discoteca que estaba a poca distancia de allí. «Por lo menos, si estuviera en Wonderworld, valdría más la pena estar despierto».
Vio como un taxi se detenía por la luz roja del semáforo, pero lo mejor era la pasajera del mismo. «¡Débora! —pensó Anthony, sorprendido—. ¿Qué hace ella aquí a esta hora?».
El taxi avanza al cambiar la luz, Anthony lo sigue con la vista hasta Wonderworld donde su atractiva pasajera se baja.
—¡Débora se fue a Wonderworld! —Exclamó Anthony—. ¡No sé cómo voy a hacer, pero yo también voy para allá!
****
Uno de los chicos que golpeó a Lázaro esperó hasta que el baño de hombres de la discoteca estuviera vacío, va a uno de los inodoros y cierra la puerta detrás de él, de sus bolsillos saca su nueva adquisición, una pastilla de Klick azul que sin titubeos la ingiere, estaba listo para seguir con el baile, al abrir la puerta se encuentra con un rostro conocido, el de Lázaro Ximénez.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —preguntó Lázaro.
Lo que siguió después fue un brutal castigo físico por parte del joven Ximénez, un castigo que sería más doloroso que el que recibió Lázaro, le propinó patadas y puños, seguidos de golpes contra la pared, el chico que aún no tenía la pastilla que se tomó en el estómago se encontraba ensangrentado y tirado en el piso pidiendo fin al escarmiento, Ximénez concluyó entonces tomando la muñeca del chico.
—¡Esto me quedó pendiente de antes, no creas que se me había olvidado! —dijo Lázaro, quien procedió a romperle la muñeca. Su víctima gritaba de dolor.
Lázaro salió del baño como si nada hubiera ocurrido. Se movió entre la gente que bailaba sonriente al compás de la música del disc-jockey, miró hacia arriba, al segundo piso. Sabía que, posiblemente, los demás estarán allí con sus mujeres, incluido el jefe. «Ahora se viene lo bueno», pensó Lázaro. Se comenzaba a mover cuando alguien lo tomó del brazo. Al voltearse, quedó más que sorprendido.
—¡Débora! ¿Qué haces aquí!
—Vine buscarte Lázaro. Necesito que me escuches antes de que subas allá.
—¡Por favor, mujer, no ahora!
—Si después quieres o no enfrentarte con esos chicos es asunto tuyo, pero primero escúchame, ¿sí?
Lázaro decidió quedarse, no por las piernas que se le veían por la falda que portaba, ni por los pechos casi perfectos que tenía la chica frente a él, era su mirada la que hizo el milagro de que la llama de su corazón tuviera un tenue brillo otra vez.
—Cuando dijiste que había una línea divisoria pero que yo no la quería ver tenías razón — dijo con sinceridad—. No quería verla pero no por maldad sino porque tenía miedo de sentirme sola otra vez. Tú dijiste que podía encontrar a cualquier chico que quisiera, pero fuiste el único al que le importó tres pepinos de quién era hija o si era millonaria o no y me enseñaste que el amor no es un invento para vender ositos de peluche.
—Extraña definición —dijo irónico.
—Por favor, te pido, si aún sientes algo por mí, así sea un poquito, piensa primero antes de querer subir.
—Débora, yo quisiera, pero ellos se llevaron algo muy importante y lo necesito de regreso.
—¿Entonces sí sientes algo por mí?
Lázaro no quería admitirlo, pero aquel día que la vio en la plaza, sentimientos muy placenteros salieron de a poco.
—Lo siento mucho, Débora —dijo Lázaro, con mirada y voz tristes. Se dio vuelta para seguir su camino.
—¡Por el amor de Dios, Lázaro! —Exclamó Débora—. Ya es obvio para todos lo que siento por ti, pero simplemente no sé qué quieres. ¿Quieres mis disculpas?, ¿quieres mis lágrimas? ¡Dime qué quieres! —De sus ojos verdes unas cuantas lágrimas brotaron. Lázaro regresó y le contestó su pregunta.
—Yo lo único que quería, era escucharte decir que me amabas antes de decirme adiós.
La muchacha no aguantó más y lo abrazó, sin dejar de repetir que lo sentía. Lázaro la rodeó con sus brazos y le dio un beso en la frente.
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Editado: 12.06.2020