Viernes 13 de septiembre de 2019.
—¡Estoy en casa! —grito ingresando al interior de nuestro apartamento, mientras deposito las llaves en el viejo cuenco que hice en clase de artes con tan solo cinco años y que mama insiste en conservar. Mi primer instinto es desechar la maleta de inmediato y dirigirme a la cocina, donde seguramente la encontraré rodeada de un completo caos, a medida que se esfuerza por llevar a cabo algún novedoso plato de uno de sus muchos recetarios.
Pero recuerdo cuanto odia que deje mis trastos tirados por toda la casa, de manera que en pro de la armonía familiar, coloco adecuadamente la maleta en el sofá como si ella estuviera contemplándome a pesar de la distancia. Tras la honorable proeza, un desagradable olor me alcanza amenazando con que hoy también tendremos que pedir comida a domicilio. Aunque la situación cambia de repente, pues no se trata solo del pestilente olor ha quemado que proviene de la cocina e inunda toda la casa, sino que al observar con mayor detenimiento caigo en que el salón encuentra anormalmente destartalado y que mama no ha dado aún respuesta a mi saludo.
Una extraña incomodidad persiste en la base de mi nuca, advirtiéndome de que algo no va bien, como si una tenebrosa energía hubiera despertado en el corazón de la casa. Mis extremidades tiemblan, al igual que la piel se cubre con una pátina de sudor producto de las emociones y los pensamientos que bullen descontrolados. Durante un instante me mantengo estoica como si cualquier acción en falso pudiera afectar al transcurso de las cosas, aun sabiendo que nada cambiará el presente.
Inútilmente me devano los sesos tratando de justificar aquellas sospechas y controlar el miedo que me atenaza, hasta comprender que esto solo se detendrá cuando vea a mi hermosa madre con su rostro inclinado sobre una enorme olla, en la que remueve algún mejunje negruzco. Y que nada más advertir mi presencia alcé la mirada sorprendida, regalándome una de sus cálidas sonrisas. Así que con dicha visión en mente, doy un primer paso, aventurándome a continuar con un segundo para avanzar con remarcada lentitud hacia la cocina.
Mi respiración se torna jadeante y el corazón parece a punto de explotar preso de la ansiedad. Pero encuentro fuerzas manteniendo un tortuoso estado de negación, en el que me convenzo de que todo es producto de mi imaginación. No obstante, el alivio que ello me genera no sirve de nada cuando alcanzo el final del pasillo, donde a través de los cristales de la puerta entornada, logro discernir un difuminado espectro de colores que termina de crispar mis nervios.
Aterrada medito sobre la posibilidad de estar sumergida en una de mis habituales pesadillas, incluso me pellizco con fuerza el brazo obteniendo el esperado latigazo de dolor, pero ningún cambio que me salve de enfrentar la realidad. Poso la mano contra el frío cristal como si el simple hecho de rozarlo pudiera terminar de destruirme y tras un corto suspiro, empujo para revelar el marco de una escena que permanecerá en mi retina de por vida.
La habitación típicamente ordenada y hogareña se halla destartalada, casi como si un tornado hubiera arrasado con cada uno de los muebles y objetos que acontecían en ella. Sartenes, ollas y un sin fin de diversos utensilios se esparcen por doquier, las puertas de las estanterías han sido arrancadas y el suelo luce plagado de cortantes vidrios procedentes de los botes de conserva que anteriormente estaban en la alacena. Ante semejante visión creo poseer los motivos necesarios para llamar a la policía, pero soy incapaz de abandonarla. Mis ojos se enturbian con las lágrimas que amenazan con derribar el poco autocontrol que me queda y aun así me fuerzo a examinar la escena al completo.
Mi madre está tendida en el suelo de la cocina, un espeso líquido borgoña fluye desde alguna herida mortal en su cabeza, tiñendo las baldosas anteriormente blancas de un tono perturbador. El cuerpo luce rígido, incómodo y su lustre piel pálida posee un matiz azulado. Ante tal reproducción mi corazón se detiene, el aire comienza a ingresar en mis pulmones con una lentitud extrema y abrasadora, dando lugar a una tortura peor que la muerte.
Como si fuera alcanzada por un rayo, me abalanzo sobre ella liberando parte de la infinita pena que me consume. Cuidadosamente acerco su cuerpo hasta que reposa sobre mi regazo, donde lloro, grito y proclamo su nombre con la esperanza de que regrese de algún modo, pero nada sucede. No soy consciente del tiempo que pasa, sin embargo en medio del caos tomo su mano ante la necesidad de sentirla cerca y percibo en la muñeca un extraño relieve que capta mi atención.
De inmediato una poderosa sensación de rechazo y odio me embarga, pues un símbolo ha sido grabado en su piel desgarrándola hasta conseguir el resultado que su atacante consideró idóneo. Una circunferencia con intrincadas líneas desfigura la delicada tez, entonces unas irrefrenables náuseas me acucian al comprobar como mi mayor temor se hace realidad. Tanto el desorden como el estado de su cuerpo prueban que no se trata de un simple robo, si no da la apariencia de que mama hubiera intentado defenderse de su asesino, quien podría estar aún rondando por la casa.
Un único pensamiento comienza a repetirse en mi psique de forma clara, casi como un grito de clarividencia que se abre paso a través de la confusión. Por lo que separándome de ella con extremo cuidado, me levanto tambaleante en dirección al salón, donde aterrada agarro el teléfono con las manos manchadas de sangre y absorta en mi necesidad de auxilio marco los números de manera mecánica. Cuando el pitido al otro lado de la línea se detiene.
—911 ¿Cuál es su emergencia?
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Editado: 19.02.2021