Lina y Sathor - El inicio del despertar

Capítulo 5

Lina — Archipiélago de Mizka

 

 

De regreso de su estudio de herbolaria, con la mentora Corina, Lina caminaba por el límite entre la playa y el bosque, intentando que el sol no tocara su rostro dolorido, y también para no quemarse los pies desnudos con la arena.

 

Andaba despacio porque temía llegar y contarle a su abuela lo que le había pasado. Se sentía tan avergonzada por haber sido tan crédula, y también tenía miedo de que las acciones de su tutora pudieran generarle represalias por parte de las otras niñas.

 

Aunque en el pasado, se sentía una bruja nata y muy segura de su destino, todos sus sueños de ser guardiana, como sus padres, se estaban desmoronando. A tres meses de estar en la isla de las aprendices, había descubierto que no tenía ningún don y que, de hecho, todo le resultaba muy difícil de aprender, sin contar con que se hallaba rodeada de niñas con mayores condiciones que ella.

 

Hasta ese momento, solo había podido trabar amistad con Marlén, una melusina que, aunque era un año menor que Lina, ya hacía magia más avanzada. Claro que los seres faéricos tienen una esencia mágica que no poseen los humanos, pero para el caso le daba igual. Se sentía pésima y con grandes deseos de regresar a casa.

 

Antes de venir a vivir con su abuela, tenía gran anhelo por llegar a Mizka. Su madre le había hablado mucho del tiempo en el que ella fuera una aprendiz, y todos sus recuerdos parecían ser bonitos. Al cabo de unos días se dio cuenta de que los humanos eran diferentes de los seres mágicos y que la mayoría no la aceptaría tan fácilmente.

 

Sabía que si lo pedía, podía volver, pero sus padres siempre le decían que sería la mejor bruja y Lina no deseaba decepcionar sus expectativas. Además, aunque fuera humana, era la hija de los guardianes de un portal a Ghina, se esperaba mucho más de ella, no se permitiría a sí misma renunciar ante la primera eventualidad.

 

Al entrar en la casa, construida con la oscura madera de los árboles que caían durante los huracanes, su abuela estaba de espaldas, vigilando el fogón donde cocinaba.

 

Decidió aprovechar esta oportunidad y subir rápido, sin ser vista; por la escalera frente a la puerta. Pero no lo logró. Apenas puso un pie dentro, la anciana se volvió a verla, transfigurando una sonrisa en un gesto horrorizado.

 

— ¡Lina! — exclamó dejando la olla en el fuego y acercándose rápidamente.

 

— No es nada… — intentó decir, pero la mujer ya la examinaba detenidamente y la había hecho sentar junto a la mesa, en la que depositó sus útiles escolares.

 

— ¿Quién te hizo esto? — preguntó mientras estudiaba su rostro lleno de manchas negruzcas y protuberancias blanquecinas, como granos a punto de estallar, pero diez veces más grandes. — ¿Fue Almenia?

 

Los ojos castaños de su abuela penetraban en los suyos leyendo sus pensamientos, desvió la mirada intentando mentir.

 

— No… — musitó sin convencimiento.

 

— Claro que sí, ¡esa súcubo que se la pasa abusando de las niñas humanas! — Exclamó la anciana. — Seguramente terminará siendo una Rosa Negra.

 

Las rosas negras eran una secta de brujas que creían que los humanos portaban el mal del mundo, y dedicaban su vida a propiciar la separación de estos y el resto de las especies. Lina no sabía mucho al respecto, pero se decían muchas cosas malas de ellas.

 

— No dirás nada, abuela, ¿verdad? — suplicó Lina.

 

— No, no lo haré, sé cómo es tener tu edad, querida — sonrió con ternura. — Ve a cambiarte. Cuando bajes te pondré un ungüento y en la mañana ya no tendrás nada.

 

La joven obedeció sin chistar. Se sentía a gusto con su abuela. Se parecían mucho, no solamente por su aspecto físico, sino también en personalidad. Pasaban bonitos momentos juntas.

 

La casa era pequeña, pero confortable, su habitación se encontraba a la izquierda al subir la escalera. Tenía un armario y una cama con un hermoso edredón de colores, confeccionado por su actual tutora. Frente a sí, estaba la ventana, bajo la cual había un escritorio en el que colocó sus cosas. Se quitó el delantal que llevaba sobre su ropa y volvió a la cocina rápidamente.

 

Su abuela, Plinia, usaba un vestido verde azulado que resaltaba su piel blanca, y encima de él, un delantal color ocre. Los cabellos de la mujer eran castaños entre canos. Tenía un mortero pequeño en las manos, con una sustancia pastosa hecha de flores, sobre la cual recitaba un conjuro en un susurro mientras las prensaba.

 

— Ven, corazón, siéntate — le dijo levantando la mirada de la mezcla.

 

Lina se sentó y la mujer comenzó a untar su cara de manera delicada, evitando sus ojos y su boca, mientras seguía musitando aquellas ininteligibles palabras.

 

— ¿Estás segura de que se me irá en la mañana, abuela? — Preguntó pensando en las risas de las otras chicas, cuando la vieran con el rostro desfigurado.

 

— Claro — respondió concentrada en el hechizo.




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