Siglo V.d.c. Promisedland, la tierra de las criaturas sobrenaturales. Territorio lobuno. Zona de la manada WhiteMoon.
Aquellos hombres temblaban de miedo.
Nunca habían visto nada igual, delante de ellos, aquella chica débil y frágil se había transformado en la guadaña de la muerte.
Nadie logró percatarse del cambio de los mechones de su cabello, pero lo que sí vieron con claridad fueron sus ojos. Rojos, destructivos, cargados de una fuerza malévola que prometía destruirlos a todos y cada uno de ellos.
Lo que ella controlaba eran cadáveres andantes, con dientes afilados y garras puntiagudas.
Ni siquiera un mago nigromante podía controlar a tantos entregar su vida a cambio.
¿Quién diablos era esa mujer? ¿Realmente era una simple omega?
Todos estaban de acuerdo en que la situación era algo aterrador.
Más intimidante incluso que el Alpha de sus respectivas manadas y sus miedos aumentaron cuando con velocidad, los cadáveres se lanzaron sobre ellos, despedazando y destruyendo todo a su paso.
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Algunos de los más poderosos, trataron de establecer una barrera de protección que al menos, los dejó fuera del rango de ataque de los violentos muertos vivientes.
Pero no sirvió de nada, no contra ella, contra la Diosa de la Guerra cuyos poderes eran inimaginables.
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Estaba despertando, de alguna manera estaba volviendo a la realidad y ya había pasado una vez por los abusos de toda una generación de deidades.
No iba a dejar que la portadora de su alma, pasara por lo mismo.
No dejaría que su otro yo saliera de nuevo, ella necesitaba tomar venganza antes de que fuese demasiado tarde.
No importaba si eran ancianos o niños indefensos, omegas o poderosos lobos, debía acabar con todo aquello, sí, debía hacer pagar a todos los que la habían ofendido.
Meterse con la Diosa de la Guerra, no era algo que no tuviese consecuencias y ella se iba a encargar de hacérselo saber al mundo.
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Mirando su cuerpo, se hizo algunos cortes más en las muñecas, tratando de que saliera más sangre y maldijo lo delgada que era, pues apenas había líquido carmesí para realizar una invocación a sus antiguos poderes.
Ese no era su cuerpo original, no iba a poseer el total de su fuerza, pero al menos, podía invocarla.
Helena se fijó a su alrededor mirando los enormes charcos de sangre, si fuese su otro yo, quizá sentiría una tremenda repugnancia, pero ahora su cuerpo estaba controlado por la Diosa de la Guerra que jamás había perdido una batalla.
El cuerpo de esta contenía el alma de aquella poderosa deidad descendiente de Creación y Destrucción.
Esa diosa poseyó los mayores poderes que el universo podría imaginar pero fue demasiado agraviada en su primera vida.
Y antes de darse cuenta, la bondad, amabilidad y compasión que le brindaban sus poderes predominantes de la Creación se rompieron.
La traición de la especie que había creado sumada a la que los de su misma raza trataron contra ella, logró que el equilibrio que se mantenía entre ambos dones se desmoronara.
El odio y el deseo de venganza surgieron de su interior suprimiendo a los instintos benevolentes que le instigaban a hacer sus deseos creadores y la Destrucción salió a la luz.
Ahora, habiendo perdido toda la inocencia e ingenuidad que poseía anteriormente, de ella surgió una nueva personalidad que se hizo llamar La Diosa de la Guerra.
Alguien que rápidamente se hizo conocida en los Nueve Cielos por instigar al conflicto bélico.
La estrategia, la astucia, el deseo de venganza o la lucha se convirtieron en su día a día.
Aquella dulce joven que había enamorado al Príncipe Heredero había desaparecido tras enterrar todos los sentimiento que su otra personalidad albergaba encerrándola también con ellos.
Ahora nadie podría hacerle daño.
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Ante los atónitos ojos de todos, la sangre comenzó a coagularse, a tomar una determinada forma.
El látigo carmesí rápidamente se disparó hacia las barreras de protección rompiéndolas en un segundo.
Y comenzó a estrangular poco a poco a todos aquellos sinvergüenzas.
Ella se relamió con gusto los labios, hacía que no se sentía así de bien al menos un par de milenios.
Todos los niños y ancianos, deseaban que al menos, ese cruel ser no dirigiera su atención a ellos y los dejase vivir y afortunadamente pasó de largo.
La Diosa de la Guerra había sido una gobernante, sabía ser justa y no castigaba a los inocentes.
Sin embargo, mientras rebuscaba en las memorias de la dueña original, su sangre hirvió con rabia cuando vio el trato que había recibido por parte de todos ellos.
No merecían la muerte, pero perder algún miembro del cuerpo, no estaba de más.
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El látigo, casi había acabado con aquellos ancianos ahora cojos, mancos, ciegos o mudos y ella, iba a comenzar con aquellos jovenes arrogantes cuando algo la paró.
Un brazo y un olor familiar la hicieron volver en sí.
...Peonías ensangrentadas, el choque de las espadas, la túnica morada, los lotos púrpura, la lluvia de sangre...
El sonido solitario de la cítara junto con la lejana flauta, todo ello frenó en seco.
Las imágenes comenzaron a dispersarse y su mente se volvió clara de nuevo.
El látigo, que antes había estado formado por abundante sangre solidificada, volvió a su forma original, líquido que cayó en el suelo, regando la hierba de este.
Los cadáveres, cayeron como plomos, sin rastro de vida.
Y la melodía, dejó de oírse a lo lejos, como si nunca hubiese existido.
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Los ojos de Helena habían regresado a su tono verde felino y lo único que no había desaparecido, eran aquellos mechones plateados.
Helena, incapaz de creer que ella hubiese creado toda esa masacre, trató de ayudar a algunos de los heridos, quienes la apartaron con auténtico terror reflejado en su mirada.