Litneters Ya Somos 300!!!

BEN PONCE

Cerré la puerta de mi habitación porque quería estar solo por un momento. No es normal, ni agradable para ningún hombre enterarse que su mujer recogió a otro y lo llevó a su cuarto. Estamos en mi palacio después de todo. No tengo razón alguna para ocultar que enfurecí cuando uno de los criados me advirtió de la presencia del extraño. Koritsa lo encontró vagando en las calles, inconsciente, montado sobre un caballo negro. Ordenó al séquito atenderlo, y pretendiendo pasar inadvertido el asunto, lo introdujo para hacerlo ver por los curanderos. Según el informe, el sujeto se envenenó con las frutas del bosque. ¡Para ser un imbécil!

Entonces se escucharon unos golpes tímidos en la puerta.

— ¿Quién es? ¡Les pedí que no me molesten!

—Soy yo, Koritsa —Abrí la puerta, después de todo es mi pareja, no sería propio de un señor feudal mostrarse tan vulnerable ante una situación como esta.

— ¿Vienes a explicarme la razón que tuviste para acoger a un desconocido en mi palacio?

—No. Vengo a disculparme por actuar sin consultarte. Él estuvo a punto de morir, si no lo hubiera atendido…

— ¿Por qué ha de importarme si un forastero se enferma y muere?

—Porque son tus tierras y quieres que la gente del pueblo te respete, te admire y vea en ti a un líder benevolente.

Reí un poco ante tal comentario. —Yo soy benévolo. La fruta de ese bosque maldito no lo es. En fin, ¿me traes algún presente para que olvide el agravio?

Ella siempre sabe cómo hacerme olvidar mi ira, le bastó con deslizar sus brazos entre el cuello de su vestido de seda, dejándolo caer, para mostrarme todo el esplendor de su piel morena, tan suave y tan tersa. Sonreí y me acerqué para reclamar mi compensación.

Yo era totalmente consciente que su corazón me pertenecía. No le importaba lo que la gentuza de los alrededores opinara. A todos les gustan los amos blandengues que les permiten hacer lo que quieren, dilatar las tareas por demasiado tiempo, descansar como si para eso fuera la vida. No, mi riqueza se debía a la disciplina y el trabajo duro, a la sabiduría de mis decisiones. Si alguno no deseaba obedecer las reglas debía recibir su castigo. No tengo yo la culpa de haber nacido superior a ellos, ni de su desgraciada y miserable existencia.

En estas cosas pensaba en la mañana, cuando la dejé descansando en la cama y me dirigí a visitar al tipo ese. Me llevé la sorpresa de no encontrarlo. Se esfumó. El criado me dijo que lo habían visto mejorar por la noche, tanto que los curanderos lo dejaron solo y afirmaron su pronta recuperación. Nadie vio en qué momento se levantó y se fue.

Pasaron algunas semanas y comencé a notar diferente a Koritsa. Su sujeción a mi autoridad menguaba. En varias ocasiones la busqué infructuosamente en el palacio. Siempre encontraba una excusa. Había algo, no obstante, que no podía negarme: la frecuencia con que se entregaba a mí descendió abruptamente.

Debido a estas situaciones particularmente incómodas mi sorpresa fue mucho menor aquella noche. Los guardias encontraron a mi mujer paseándose en un viejo corredor oculto. Junto a ella reconocieron al mismo sujeto que meses atrás fue atendido por su estúpido envenenamiento. Intentaron capturarlos para presentarlos ante mí. Sin embargo, parecía que el enclenque ese se las arregló para derrotarlos y hacerse de una espada. Los intercepté a un costado del palacio, justo donde acababa el pasadizo que yo mismo mandé a construir. ¡Qué pena! ¡Había llegado mi hora de la venganza!

No mediamos palabras, todo lo que teníamos que decir estaba claro. Dejamos que nuestras armas resolvieran las cosas. Él era hábil, ¡vaya que lo era! Me hizo retroceder. El peso de su espada, la fuerza de sus golpes. Era un oponente formidable. Miré con indignación el rostro de la traidora que pretendía escapar con él. Su angustia era notable. ¿En qué pensabas Koritsa? ¿A cuál de los dos querías vencedor? ¿Tan poco valieron para ti mis años de devoción?

En un momento aquel ladrón logró rasgar mi pecho en introducir su espada en mi costado. Resbalé con mi propia sangre y caí. Mi enemigo se aproximó para rematarme. Mi ángel lo detuvo. En un acto de arrepentimiento, quizá, ella se paró entre nosotros extendiendo las manos, pronunciando palabras que no pude entender, recibiendo de mi parte una estocada por la espalda que atravesó su corazón y llegó hasta el pecho de mi adversario.

Los vi caer a ambos, clavados el uno al otro por la misma espada, desangrándose conmigo. Y dolía, ¡oh, Dios! ¡Cuánto dolía! No pude saber quién partió primero, a quién acogió entre sus brazos la señora muerte.

 

AUTOR BEN PONCE, PUEDES ENCONTRARLO EN:

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En el texto hay: relatos, relatos cortos

Editado: 18.04.2018

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