Abrió los ojos y el sol, que estaba sobre ella, la cegó. Parpadeó un par de veces hasta acostumbrarse a la luz. Y cuando por fin pudo abrir los ojos vislumbró un monte inmenso repleto de flores rojas.
Se sentó, frotándose los ojos y sonrió. Con cuidado de no caer, pues estaba algo desorientada, se paro y comenzó a observar hacia el horizonte.
Una ráfaga de viento golpeó su cabello despeinándola, pero poco le importó cuando vio que se avecinaban hacia ella cientos de mariposas, las cuales se posaron por todo su cuerpo haciéndole cosquillas.
Comenzó a caminar hasta que detrás de unos árboles, encontró una pequeña casa, de la cual salía humo de la chimenea y el aroma de su comida preferida. Se acercó a ella y golpeó la puerta.
—Hola, ¿hay alguien aquí? —Preguntó, pero nadie contestó, y cuando disponía a irse escucho la puerta abrirse.
—Llegaste. —Exclamó aquel hombre—. Todavía no era tu momento, ¿por qué viniste?
—Porque no podía pasar un segundo más sin vos.
Comenzó a acercarse lentamente hacia su esposo, quien había fallecido hace un año, pero sintió un golpe, como si alguien la empujara lejos de él. Intentó acercarse nuevamente pero ocurrió lo mismo, más fuerte.
—Te lo dije, no era tu momento. Ya nos volveremos a ver florcita. —Pronunció antes de que ella desapareciera por completo—. Siempre voy a estar acá esperándote mi ángel con alas de mariposa.
Una luz blanca la encegueció nuevamente cuando intento abrir los ojos. —Tranquila señorita, ya está con nosotros. Tuvo una sobredosis, nosotros la vamos a ayudar.