Lo que callaron los faroles

Capítulo X: El comienzo

 

A los 13 años una niña de piel mulata y ojos acaramelados llegó a la residencia de una familia renombrada, con sus manos ágiles y el andar de gacela estirada, conquistó la simpatía de los Valladares y fue contratada como ayudante de cocina. Se llamaba Dorotea Ponce y venía muy bien recomendada por las monjas de la orden de San Agustín, nunca mostró ni un rescoldo de temor, a pesar de su juventud, acataba órdenes con seriedad y diligencia, incluso frente a Arturo Valladares, con su mal afamado carácter de militar agrio. La familia siempre estaba de viaje por cuestiones políticas y eventos sociales, Cristina era la hija única en aquel momento, tenía 5 años y era bien aplicada, sus padres la llevaban a cuanto coctel eran invitados porque confiaban en su buen juicio y era el ejemplo que las demás familias utilizaban para sus hijos, casi no se relacionaba con la servidumbre, a diferencia de su hermana Graciela que nació un año después de la llegada de Dorotea y quedó a su cargo por orden de Dulce María Campos de Valladares, la niña creció a su lado viendo en ella una figura materna. Con el paso de los años, los viajes se hicieron más largos hasta el punto de que en la gran mansión de la colina, las camareras fueron despedidas y en la cocina quedó una cocinera de antaño, y todo pasó a manos de Dorotea Ponce, nombrada desde entonces ama de llaves, Graciela rechazaba las muestras de cariño y los regalos caros que le traían de todas partes del mundo, la madre se esforzaba por acertar en sus gustos comprando metros de crochet, de seda, de algodón egipcio, sombrillas de encaje, cintas de colores, muñecas de porcelana, artesanía india, comidas exóticas traídas desde los lugares más recónditos, todo intentando encontrar alguna debilidad que comprara su ausencia, sin embargo, no logró ningún acercamiento, todo lo contrario, la niña fue adquiriendo un carácter cada vez más osco y huraño, no tenía amigos, no hablaba con las maestras, dormía durante las lecciones  aunque siempre obtenía la máxima puntuación en los exámenes, burló a los tantísimos psicólogos que pagó el padre y estos terminaron por diagnosticar, que Graciela estaba en su sano juicio, pero que tenía el carácter  más endiablado que hubieran visto.Emilio Valladares se la pasaba diciendo que la hija menor era un castigo divino, aunque solo el sabía por que lo decía, incluso muchos años después, cuando era ya un anciano decrépito y senil, la veía pasar y comenzaba a lanzar gritos de espanto que comenzaron a construir la legendaria reputación de la colina de los lamentos <<¡la parca, la he visto,ya viene por mi!>> y en realidad solo quienes la conocieron podrían confirmar, que en efecto, si la parca hubiese tenido rostro, seguramente sería muy similar al de Graciela Valladares, recta y sombría, con sus ojos aceitunados frívolos y calculadores, los labios finos y apretados, los pómulos huesudos y la piel áspera, de un color blanco enfermizo los 12 meses del año, con la voz grave y la pronunciación perfectamente lenta, demoledora.

Un verano a finales de la década de 1930, el destino de los Valladares cambió para siempre, recién llegaban de lanzar la campaña política del sobrino-nieto de la difunta Encarnació Pavía de Valladares, en España, traían regalos estupendos para todos sus amigos y los familiares que quedaban, la gran casa de la colina había mantenido durante el último viaje las lúgubres cortinas herméticamente cerradas, Dorotea no tuvo tiempo de preparar ningún recibimiento porque la familia llegó antes que el telegrama. La señora Dulce María gustaba de la luz y los colores, el olor de la hierba fesca que abrazaba con sus frágiles bejucos las paredes blancas, era un verano singularmente cálido, los naranjos permanecían inmóviles, solo bien entrada la madrugada corría una brisa tibia y polvorienta<< nos vamos a cocinar en este caldero de casa a puerta cerrada, abre todas las ventanas Dorotea, deja que entren las moscas a ver si  Ciela agarra anticuerpos>>, Ciela llamaba cariñosamente a su hija menor, que andaba vestida de negro a las dos de la tarde y acechaba la menor de las oportunidades para volver a cerrar las ventanas recién abiertas. Fue la estancia más prolongada que hubieran planeado tener en la casa, de la cual volvieron a salir cada uno en un ataúd. Dulce María quiso que tuvieran un retrato familiar, obligó a Graciela  a vestirse de damita igual que su hermana, con pamelas y vestidos florales, venía decidida a conquistar el corazón de la hija descarreada por la poca atención. El viejo Arturo Valladares se había reducido a un saco de huesos craqueantes postrado por la artritis en un sillón de ruedas, pero aún así, sacó del fondo de sus gaveteros, las medallas y condecoraciones de sus tiempos en la milicia y posó con todo el orgullo que le quedaba, quizás puso demasiado empeño en el retrato, porque dos semanas y 3 días después, ocurrió la primera de muchas trajedias familiares, cuando lo encontraron estrellado contra las rocas del acantilado al otro lado de la colina, nadie supo jamás como llegó allí, pero la rueda metálica de la silla aún giraba cuando Petra García, la cocinera, lo buscó por toda la casa para llevarle el vaso de leche con antiobióticos y lo encontró desarmado en el rompiente de las olas, con la cabeza machacada por las piedras. La trágico del asunto no fue tanto la muerte como la forma en que ocurrió y, las únicas lágrimas sinceras que se derramaron fueron las de Petra García, que había trabajado para él desde sus años mozos y con quien se presumía tuvo amores, para los demás, fue una carga menos a la hora de la comida y del baño, además del fin a los discursos interminables en las reuniones de veteranos y por supuesto, un pasaje menos en los viajes que aún les quedarían por realizar. Con una velada de 6 días y 7 noches, además del entierro con un cortejo bastante concurrido de civiles y militares, de alcaldes y gobernadores, la estancia se aplazó hasta varios meses después de las vacaciones en los que vistieron un luto infranqueable con sombrero de alas oscuras para las señoritas y mantillas de encaje para cubrir el rostro de la señora, que parecía más la viuda que la nuera. Lo que ninguno de ellos sabía, era que la muerte había llegado para quedarse en la mansión de la colina y una mañana de lluvia a finales de noviembre, poco antes de cumplir los 20 años, encontraron el cuerpo sin vida de Cristina Valladares, liviana y todavía rosada, con una expresión de pajarito asustado que revelaba la puñalada traicionera de la inesperada muerte, fue el hecho que marcó la derrota definitiva de aquel círculo sanguineo que perdió la identidad de familia, los doctores le detectaron un cáncer bastante avanzado que podría ser la única razón de su fallecimiento, a pesar de que el año anterior se había realizado un chequeo general en Estados Unidos, con las técnicas de la medicina moderna y el doctor había dicho "there's nothing to worry about", lo tomaron entonces como un designio irrevocable de dios y afrontaron el doloroso destino. Emilio Valladares y su esposa dejaron de hablarse, comían en horarios separados y mientras el abandonó sus negocios fluviales para sentarse en los muelles asediado por las gaviotas y el olor de pescado y salitre, ella se refugió en las oraciones perpetuas con rituales sadomasoquistas que la fueron envolviendo en la paranoía que la llevó dos años después al suicidio en el almendro del patio. Graciela tenía 16 años cuando encontró el cuerpo yaciente en la yerba amarilla por la sequía que arrasó en 1938, con el gajo partido en dos por el peso corporal y las almendras amargas y rancias aún callendo sobre cadaver hinchado por el sol. La reacción de Emilio Valladares fue serena y distante, el corazón había recibido una última estocada y ya era immune al dolor, se fue de la casa y anduvo muchos años como un pordiosero por las calles estrechas y apestadas por los desagües que acogían todas las porquerías rachazadas por los puertos pesqueros, en esas mismas calles escuchó doblar las campanas de la parroquia para la boda de su hija Graciela 7 años después, cuando contrajo matrimonio con el heredero de una familia de hoteleros recién llegados de Sur América que alcanzaron la fortuna tan rápido como la perideron, con juegos de azar y créditos mal pagados. Nunca más se atrevió a regresar, conscience del irreparable daño que le había provocado a la hija menor desde que nació, su muerte hizo noticia en el año 1950, pero la alta sociedad decayente por los destellos de las nuevas revoluciones, no pudo homenajearlo como lo hubiera hecho en los gloriosos años que imperaban los líderes conservadores. Leonardo Ristre y Graciela Valladares sellaron sus votos matrimoniales en abril de 1945, ella a sus tardíos 23 años de mujer y él a los juveniles 29 de hombre. La luna de miel duró 1 día y 3 horas, el mismo trasatlántico de lujo que Emilio Valladares había ordenado remodelar para las nupcias de Cristina, que desde niña se venían arreglando, los llevaría en un  viaje por Europa interrumpido a pocas millas naúticas de un puerto al sur de la capital, debido a la aproximación de un huracán fuera de temporada, a su regreso, Teresa parecía haber envejecido diez años, las arrugas comenzaban a marcar la comisura de los labios y los rizos pasaron de dorados a cenizos,el matrimonio le robó la juventud. Leonardo tomó el mando de la compañía naviera abandonada por el señor Valladares, aunque fue solo por unos meses, no por su mala reputación de negociante como se especuló en los diarios destinados a la farándula aristócrata, sino por una recaída de salud que terminó con su muerte en a finales de 1967, el doctor Rosendo Lazcano fue quien examinó el cuerpo azuloso y helado varias horas después de la muerte, la viuda prefirió que no se le realizara autopsia, alegando conocer la causa mortífera<<era alérgico a los mariscos, ayer mientras yo estaba en un evento de caridad, salió a comer con unos amigos y Jaime Ocampo me contó que en el arroz de Leonardo cayó por equivocación un camarón, que pocos minutos después comenzó a sentirse mal y se retiró, cuando yo regresé a casa estaba dormido y no quise desperterlo, fue esta mañana cuando pasadas las 8:30 le pregunté si quería desayunar y vi el cuerpo inmóvil y frio, es una tragedia>> fueron esas sus palabras y el doctor Rosendo Lazcano prefirió no arruinar sus relaciones con la honorable viuda heredera de una naviera y guardó silencio a cambio de dos pasajes en un camarote de lujo por las Islas del Caribe. El matrimonio no tuvo frutos sanguíneos, nunca se supo cual se los dos era estéril, pero  antes del primer aniversario de la muerte de Leonardo Ristre, Dorotea, que se había quedado acompañando a Graciela como siempre en la gran mansión de la colina, descubrió que estaba encinta de 6 meses,a los 59 años de su edad abuela, fue la habladiría de la ciudad en una época donde nunca se había visto una embarazada soltera y vieja, la identidad del padre nunca fue revelada, el 17 de agosto de 1968, nació Danilo Ponce con una partera a la sombra del almendro, testigo mudo de los grandes acontecimiemtos de aquella casa a lo largo de su historia. Fue apadrinado por Hilario Berrantes, un hombre que habría sido su amigo de la infancia desde sus tiempos de huérfana con las monjas de la orden de San Agustín y recién había descubierto su vocación de cura. El recién nacido recibió el honor de que Graciela fuera la madrina, y desde entonces se convirtió en el hijo que nunca tuvo, desde pequeño, Danilo asistió al colegio católico para niños ricos, vestido con chalecos azules de marinero y zapatos de charol, como un rey de corona bastarda, solo por las influencias de su madrina fue aceptado en los clubes sociales y admitido en una universidad extranjera. En 1992, cuano ocurrieon los hechos que nos conciernen, Dorotea era una mujer casi desencarnada de su cuerpo de 84 años, una anciana indefensa que apenas cargaba su propio peso, Graciela era una señora de recién cumplidos los 70, con un aspecto algo más rejuvenecido que en sus priemros años de casada, ambas tenía un secreto que guardaban desde sus primeros tiempos cómplices, en los lejanos principios de siglo, no les preocupaba la vejez, vivieron siempre con la certeza de que la muerte no las iba a alcanzar siempre que estuvieran juntas,porque todos se habían marchado, todo se acababa menos ellas , se dejaron envolver por un halo de misterio hasta llegar a convertirse en el misterio mismo, fue aquel preciso secreto, el que les arrancaría sus raíces de la gran casa de la colina, aquella roca que las anclaba a la vida se deshizo poco antes de lograr su cometido, obligándolas a una separación para la que nunca estuvieron listas.



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En el texto hay: misterio, suspenso, paranormal

Editado: 29.06.2020

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