1° Miselunio, Año 504 d.R.
Kalia le temía al agua. Al contrario de las aptitudes frecuentes en damas de su estirpe, ella sabía nadar, pero hacía años que no se permitía disfrutar la frescura cristalina de los lagos y ríos característicos que rodeaban Vaardar, la ciudad capital de Thaulor. Cuando las temperaturas elevaban y el sol acariciaba tierno y templado la tierra, derritiendo la nieve y descongelando los cuerpos de agua, era una costumbre extendida en el castillo ir más allá de las murallas a disfrutar de tardes enteras al pie del Lago Rinder. Comer, beber, practicar deportes y navegar en góndola.
Esa era una de esas jornadas. Kalia permanecía sentada sobre la grama, bebiendo y charlando con sus amigas de la Corte, otras jovencitas de alcurnia como ella, mientras los muchachos de su edad se divertían en el lago. A su lado, Anett y Ferza murmuraban y reían discretamente, sin quitarle la vista de encima a los dos condes que habían llegado de visita a la Corte. Eran jóvenes y vibrantes como ellas; se pasaron la tarde entera pavoneándose y retándose a diversas pruebas de destreza física. Kalia llevaba al menos hora y media oyendo a sus amigas hablar de cuán valientes, acaudalados y caballerosos se veían. Apelando a toda su fuerza de voluntad, se esforzó por no recordarles que ya ambas habían sido prometidas en matrimonio a dos poderosos Señores de Thaulor; de modo que suspiró bajito y siguió bebiendo de su copa de vino, haciendo oídos sordos a la conversación.
—Oye, Kalia. Lord Raegel no te quita los ojos de encima.
Lady Seaborne se había mantenido demasiado enfrascada en sus pensamientos y divagaciones como para seguir prestándole atención a las muchachas. Entonces, cuando oyó su nombre, volvió a tierra de golpe. Se giró hacia Anett, quien la veía aguardando por una respuesta.
—Perdona, ¿qué dijiste?
—Que Lord Raegel no te pierde el rastro —repitió, y Kalia siguió la dirección en la que apuntaba el dedo índice de la rubia—. Podría presentarlos, ¿sabes? Es mi primo segundo, después de todo. No lo conozco mucho, pero pasamos algunas temporadas en su casona de Everspring.
—Ah, él —murmuró, bastante vago, al comprobar de quién se trataba—. No te preocupes, Anett, no estoy interesada. —Se encogió de hombros y bajó la mirada hacia el racimo de uvas frente a ella, seleccionando una grande y brillante.
—¿Sólo eso dirás? ¿Que no te interesa? —exclamó Ferza, incrédula.
—Déjala. Ya sabemos cómo es —murmuró Anett, suspirando.
—Es que, ¡no la entiendo! Está en la edad perfecta para casarse, por alguna razón aún no la han prometido a nadie, y se da el lujo de ir por ahí como si ansiara permanecer solterona y desgraciada de por vida.
Kalia sintió la uva presionando su garganta al oír aquellas palabras, e hizo un esfuerzo por que el mal trago no se notara en su rostro. Era verdad: su madre aún no la había prometido a ningún Señor, y no sabía la razón. Tampoco era como si le interesara indagar al respecto; sentía que si tocaba el tema estaría incitándola a tomar cartas en el asunto de una buena vez, cosa que Kalia no pretendía por nada en el mundo. Se trataba de esos asuntos que, pese a ser consciente de su inminente llegada, era más fácil postergarlos y mantenerlos a un costado de su mente hasta que le fuera imposible evitarlos; hasta que su madre se anunciara con una carta en mano y una extensa sonrisa en el rostro, acompañada del lacayo que cargara el retrato de su futuro esposo. Y eso sería todo lo que conocería de él hasta el día de la boda.
Kalia no le respondió a Ferza, y Anett tampoco lo hizo. Al contrario, las tres permanecieron en silencio hasta que una pelota de caucho llegó rodando a sus pies.
—Ah, maldición. ¡Eh, tú! Alcánzanos la pelota.
El que había gritado era el dichoso Raegel, y lo había hecho en dirección a la Guardia Real que descansaba junto a un carruaje. No se lo había dicho a nadie en particular, claro, pues para un joven de la alcurnia como él todos los guardias eran iguales. Uno, el más novato e inexperto, se apresuró de inmediato en cumplir sus demandas. Kalia lo observó con algo de pena mientras se agachaba, recogía la pelota y se la llevaba a Raegel, quien aprovechó la ocasión para conectar miradas con Lady Seaborne y lanzarle una sonrisa encantadora.
—¡Hola, chicas! ¿De qué hablan? Oh, uvas.
Sin anunciarse ni ser invitada, Idris apareció y se sentó entre Ferza y Anett, frente a Kalia. Las tres muchachas la miraron mientras devoraba la fruta y luego se vieron entre ellas, resignándose a lo que ya todas sabían: Idris era Idris. Aunque si antes Kalia casi se había atragantado, ahora sentía que le faltaba el aire. Se quedó viendo a la recién llegada, incapaz de evitar la sucesión fotográfica que había comenzado a reproducirse en su memoria.
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Editado: 12.01.2019