Me gusta cuando las nubes se tiñen de rosa, puesto que así es más fácil imaginar que estoy bajo un mundo de algodones de dulce.
Me gusta cuando su tono es azul intenso, puesto que creo que estoy debajo del mar.
Es un placer poder observar, puesto que me relaja y me recuerda tanto a mi niñez, aquella que no conocía más allá de lo que mis pequeños ojos me permitían mirar.
¿Nunca te has preguntado si más arriba de las nubes exista otra ciudad?
Porque yo sí, y fue emocionante cuando por mucho tiempo creí en esa posibilidad.
De niña solía pensar que las nubes me perseguían sin parar.
En el auto, en las calles de la mano de mi padre, en bicicleta (entonces pedaleaba más fuerte para que no me alcanzaran)
De niña podía esconderme en casa y mirar cómo éstas me buscaban.
Solía pensar que si comía mucho yogurt un día sería lo suficientemente grande para tocarlas.
Incluso saltar en ellas...
¡¿Saborearlas!?
Me preguntaba también si podía bajar alguna nube y llamarla Pily,
Si cuando se ponían grises era por el humo de la comida que hacía mamá.
Si cuando llovía era a causa de la cebolla que cortaba mamá, porque ambas lloraban.
Conforme fui creciendo, las nubes dejaron de importarme.
Dejé de observar el cielo por mucho tiempo y ahora existían otro tipo de preguntas en mi cabeza.
Otras dudas, otras "nubes" en forma de persona que sí me perseguían.
Hubo un tiempo en el cuál me desconecté completamente y me dejé llevar por los estándares de un adulto.
Hoy, al volver a observar el cielo me pregunto:
¿Porque dejamos de soñar?
¿Porque al crecer dejamos de creer que existe un más allá?
Hace unas semanas, he vuelto a mirar sus formas, su lienzo rosado, en las mañanas cuando es azulado, esas nubes tan viejas y nuevas al mismo tiempo.
Cargada de información sobre el cielo ahora, y comprendiendo que las nubes ya no me siguen, me permití por un momento restar todos mis años hasta volver a sentirme como cuando niña, cuando esperaba que el cielo me persiguiera al salir a jugar.