Malorie Vélez.
Jacob López es más de lo que parece; su actitud amargada, fría y distante no es todo lo que hay. Este enorme hombre que besa como un demonio y saca todos mis deseos fuera es un misterio para mí. Aún no logro comprender cómo es que surgieron tantos malentendidos, cómo llegamos a odiarnos con tanto fervor. Puedo que la única persona que realmente ha odiado a la otra fui yo.
—¿Estás bien, Vélez? —indaga en un tono suave, demasiado dulce y empalagoso para provenir de este hombre. Un tono de voz que nunca le había escuchado, aparte de usar con los niños.
El corazón continúa latiendo enloquecido; los pensamientos solo están centrados en aquel arrasador beso que compartimos en el parqueadero. Soy incapaz de alejar la cabeza de aquel momento. Recordarlo solo aviva el rubor en las mejillas y el deseo de volver a sentir su boca contra la mía y escuchar aquellas promesas cargadas de pasión y deseo.
—Lo estoy, solo… pienso —concluyó apoyando la cabeza contra el sillón de cuero de su auto.
Antes de aquel beso bajo el muérdago, nunca hubiera imaginado compartir una conversación con Jacob, que no fuera como distraigo a sus trabajadores o lo molestamente dulce que soy. Este hombre me irritaba con cualquier pequeña cosa. Todo lo que hacía le fastidiaba y no entendía por qué. Una parte de mí no cree en su declaración, en la extensión de sus sentimientos. Me resulta difícil comprender cómo este hombre amargado y frío ha caído a mis encantos, cuando y donde me convertí en el centro de sus fantasías. No hay lógica alguna en aquella declaración, pero la fuerza que precedió a aquellas palabras me impide dudar por completo de su veracidad.
¿Acaso deseo que Jacob López me ame? Deseo el amor del mismo hombre al que le he deseado la muerte o que se pudra en el infierno. No entiendo que tan retorcida es la lógica detrás del amor.
Los dedos del neurocirujano dan rítmicos golpecitos al volante, intentando hallar algún comentario listillo con el cual llenar el silencio. Ninguno de los dos sabe cómo romper la tensión que se ha instalado entre nosotros, y es normal; nunca habíamos hablado más allá de un saludo denso y miradas enojadas. No obstante, el silencio trae consigo cierta comodidad y paz, que calma los latidos desenfrenados de mi corazón y el continuo sonrojo, el cual se adhería con persistencia a las mejillas.
—Bienvenida, a mi apartamento —Jacob abre la puerta mostrando una sola moderna y monótona. El balance entre las paredes blancas con pocos cuadros y los muebles de cuero negro con toques de madera demuestra que Jacob es pulcro y aburrido en todos los rangos de su vida.
Entro en su espacio, sintiéndome tímida ante cada pequeño detalle que descubro del neurocirujano, mientras más tiempo analizo las decoraciones que se esconden en los rincones. Los libros y películas alineados por color; las platas en las esquinas, las cuales se estiran en todo su esplendor y el verde de sus hojas brilla bajo el reflejo de la luz. Jacob camina por el apartamento, moviéndose con cierto nerviosismo. Su mirada cae sobre mí cada segundo, analizando las reacciones, si encuentra disgusto o molestia en ella, ante los detalles que descubre.
La mirada en el rostro de Jacob es vulnerable, indecisa y temerosa ante lo que pueda decir. Aquel hombre soberbio que en el pasado me intimidó y parecía tan intocable, ahora está a pocos metros de distancia, mostrándome todo lo que tiene que esconder; porque de alguna manera desconocida soy la mujer que ama, el centro de su mundo y es impórtate para el que me sienta a gusto en su lugar personal.
—Tienes un lindo apartamento — susurré acercándome a la mesa de centro, detallando la maceta y plantita diminuta que le había regalado apenas ingresé al hospital; aquella planta fue de los primeros hijos que dio la suculenta; apenas tenía fuerza cuando la llevé al hospital y los regalé a todas las personas que me interesaron.
Jacob desvía la mirada; observó los bíceps abultados que se marcan en la camisa manga larga; las manos inquietas que se retuercen sin detenerse, y el reloj dorado que combina a la perfección con su piel morena. Cabello desordenado, mechones cayendo sobre aquellos ojos profundos e inquietantes que conozco a la perfección; las mejillas se encuentran coloreadas con un lindo tono rojizo y al lado de su codo vislumbro una taza. Una taza con una frase ridícula que escogí para él la primera vez que me hizo enojar. Mientras más tiempo detallo su espacio, descubro todos los objetos que le regale durante los cinco años que llevo trabajando para él; no importa cuán pequeño fuera el detalle, se encuentra en el apartamento, y los pequeños post verdes con flores rojas en las esquinas están pegados en un pizarrón.
—¿Guardaste todas mis notas? —cuestione con un deje de burla. Jacob asiente, sus ojos se arrugan y las mejillas enrojecen un poco más antes de admitirlo en voz alta. —Conservaste cada detalle que te he dado —afirmo, pasando los dedos por las hojas aterciopeladas de la suculenta; Jacob tiene más talento para las plantas que yo, y admitirlo no es más que una decepción y herida a mi orgullo.
—Sí, he guardado cada detalle, Malorie.
—Pensé que te deshacías de ellos, ya saben eran estorbos—susurré sin confianza, sintiéndome vulnerable ante él.
—Creo que sigues sin creerme, dulzura. Cuando digo que nunca te he odiado es la verdad. Soy incapaz de odiarte o sentir desagrado hacia ti —se mantiene al lado del mesón, con las manos cruzadas y una mirada decidida—. He guardado cada pequeño detalle, desde la suculenta hasta las notas que dejabas en mi oficina anunciando tus progresos. No importaba que tan pequeño o insignificante fuera, mientras viniera de ti; era suficiente para ser guardado como un tesoro, porque son mi maldito tesoro, dulzura.