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El principio del principio
A las nueve de la mañana del domingo 24 de febrero de 2008, Kim Hye-seong,* sentado a la mesa del comedor para seis personas, se esforzaba por no bostezar. Tenía resaca, se sentía afiebrado y con la cabeza embotada. El alcohol consumido la noche anterior circulaba aún por sus venas. Recogió despacio los granos de arroz con la punta de la lengua y se obligó a llevarse a la boca seca un poco de sopa de algas. El caldo que había preparado su madrastra estaba caliente y era reconfortante, pero tenía un sabor a ajo más fuerte que de costumbre. La comida de Jin Ok-yeong tenía siempre un sabor indefinido, como si cocinara guiándose al pie de la letra por la receta de un libro titulado La enciclopedia de la cocina coreana. Por alguna razón, esa mañana era algo diferente, aunque no podía adivinar por qué exactamente.
Un silencio crispado reinaba en la mesa. Kim Sang-ho, su padre, no había dirigido una sola palabra a Ok-yeong en toda la mañana, lo cual últimamente no tenía nada de raro.
Sang-ho comía mecánicamente. Mientras atrapaba con los palillos un poco de banchan o trituraba los bocados con sus molares, se comportaba como si su esposa y sus hijos no existieran. Estaba enfadado por algo y lo hacía saber, como si temiera que no fueran a notar su presencia en la mesa.
Ok-yeong, por su parte, estaba relajada y serena, no parecía afectada por la frialdad de su esposo. Sin inmutarse, dispuso los jarros con agua delante de cada uno de los comensales. Entraba y salía de la cocina desempeñando su papel de esposa y madre con la mayor naturalidad. Comió casi todo su bol de sopa. Hye-seong iba a levantarse de la mesa cuando Ok-yeong preguntó de repente:
—Hye-seong, ¿estarás en casa esta tarde?
—No estoy seguro.
—¿Podrías quedarte hasta las dos? Es que necesito que le pagues a la estudiante que vendrá a dar clase a Yu-ji.
Editado: 08.07.2024