Eun-seong sintió una punzada, como si la hubieran ensartado con un pincho y escarbaran dentro de ella.
—¡No me mientas! —Ni por un instante creyó que Steve pudiera estar diciendo la verdad—. Al principio no era así. Me decías que todo era estupendo. Entonces, dime por qué ahora se ha vuelto tan difícil para ti.
El agua había empezado a hervir con fuerza y estaba por rebosar. Llegó a la olla justo cuando iba a derramarse. La tapa de acero esmaltado le quemó los dedos y la soltó, dejando que cayera con estrépito. Steve se precipitó y apagó el fuego. Ella se dejó caer al suelo sin fuerzas.
—¿Te encuentras bien?
Al notar la sorpresa en su voz, se dio cuenta de algo: lo que ella no soportaba no era el hecho de que él fuera a dejarla. Eun-seong lo miró a los ojos, dos largas hendiduras horizontales como los ojales de una chaqueta pasada de moda. No sentía ninguna curiosidad por saber el verdadero motivo por el cual la dejaba. Podía ser porque habían dormido juntos demasiado pronto o porque se había hartado de su paladar delicado. O porque de veras salía con otra. Cualquiera de esas posibilidades, o todas a la vez, la afectaban por igual.
Cada vez que conocía a un tipo, creía que por fin había encontrado al hombre ideal. Ahora todo se había arruinado: la rutina, la maravillosa pereza con que juntos se desplazaban de la noche del sábado a la mañana del domingo, los dos pares de palillos, los dos cepillos de dientes, las horas acurrucados viendo películas antiguas en la televisión por cable. La misma energía ominosa que se había cernido sobre ella desde que era una niña pequeña y flacucha, acuclillada sola en su cuarto a oscuras, estaba por joderle otra vez la vida.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Steve.
Su genuina preocupación dio a Eun-seong una pequeña esperanza. Haría cualquier cosa por hacerlo cambiar de idea y resistir al dios del destino que se le había acercado sin que ella lo notara y que, haciéndole una broma cruel, le levantó la falda y salió corriendo. La idea de que iba a quedarse sola otra vez la hizo temblar y se le cortó la respiración. Se puso a chillar como una loca.
Tiró de la olla hirviendo hasta hacerla caer al suelo y luego se bebió todo el alcohol que quedaba en la nevera. Steve trató de impedírselo, pero ella lo apartó de un empujón. No era su intención amenazarlo, la verdad, pero cogió el cuchillo de pelar y apuntó a su propia muñeca y luego al pecho de Steve. Pero nunca quiso matarse ni matarlo. Solo lo hizo para enseñarle la magnitud de la herida que había infligido a sus sentimientos, la intensidad de su deseo de no perderlo y su miedo abismal.
Cuando se dejaba intoxicar por la violencia, el tiempo volaba. Toda la noche le rogó Steve que se calmara y cerca del amanecer empezó a suplicarle que lo dejara marcharse. Cuando ella regresó del lavabo, lo vio hablando con alguien por teléfono. Pensó que estaba llamando a la Policía y se dio la cabeza contra el espejo colgado de la pared del salón. Observó aturdida y mareada cómo le chorreaba la sangre por la cara. Le arrancó a Steve el móvil de la mano y lo apagó. No se fijó ni se dio cuenta de que era su propio móvil.
—Malvada —dijo Steve sacudiendo la cabeza—. Eres una loca malvada.
Eun-seong se quedó mirándolo sin contestar. Steve se dirigió hacia la puerta y se marchó sin molestarse siquiera en coger su abrigo.
Al poco rato sonó el timbre y Eun-seong creyó que Steve había vuelto. Pero era Hye-seong. Su hermano llevaba un abrigo negro muy amplio y su cuer
po largo y flaco semejaba un joven árbol pelado en invierno. Al verlo, los sollozos que había reprimido estallaron y una mezcla de sangre y lágrimas le corrió por las mejillas.
Se desplomó delante de la puerta.
—¡Es tan injusto! ¿Qué me pasa? ¿Por qué soy así?
Hye-seong le tendió una mano para ayudarla a levantarse.
—¿Te pegó?
Ella negó con las manos, resoplando, y Hye-seong no le hizo más preguntas. Eun-seong dio un paso atrás y su hermano entró. No deseaba que viera el desastre de su apartamento, que estaba dividido en un espacio para estar y otro para dormir por una puerta de corredera no muy gruesa. Había botellas rotas y vidrios en el suelo.
Sin decir palabra, Hye-seong le puso una toalla húmeda sobre la herida, calentó agua en el hervidor eléctrico y le sirvió un poco de agua caliente en el único jarrito que no estaba roto, luego ordenó un poco mientras aguardaba la llegada de un taxi. Solo hizo lo que debía hacer. Eun-seong, acostada en su cama, sujetaba la toalla en su frente. Podía oír a su hermano moverse sigilosamente al otro lado de la puerta de corredera, que había quedado entreabierta. Era una mañana singularmente silenciosa y tranquila.
Editado: 08.07.2024