Derek había burlado tu confianza por cuarta vez. Esa mañana recibiste una llamada del hospital donde había sido internado para una desintoxicación y corriste hasta allá, retirándote abruptamente de tu clase de teoría del color, dónde yo había ido a buscarte al salir. Habían sido tus compañeros de clases los informantes.
Su propia madre lo había hallado la noche anterior contra el suelo del balcón, pálido, con mucha fiebre y sudoración, con la presión sanguínea elevada y los ojos abiertos aunque ausente de la realidad. En un momento dado había comenzado a convulsionar. Tú madre fue quién te informó cuando llegó al hospital a cubrir su turno por la mañana, como todo los días de semana.
Yo corrí a tu lado porque cuando te telefoneé dijiste que me necesitabas allí, y por tu vocecita acongojada, fui. El examen toxicológico había demostrado elevados niveles de cocaína, morfina y etanol. Lauren había conseguido que lo vieras unos segundos a través de la ventana de vidrio que protegía la habitación donde estaba recluido; me dijiste que estaba conectado a una vía intravenosa y a soportes respiratorios: un oxígeno y un tubo a través de su garganta. Pero que a pesar de ese panorama nada esperanzador, las pruebas de enzimas cardíacas, radiografías, electrocardiogramas y tomografías estaban en completa normalidad.
Derek estuvo quince días hospitalizado, los peores quince días de tu existencia, me atreví a pensar; incluso cuando su madre no te quería allí –ella te culpaba a ti de aquello–, tú no querías estar en ningún otro lugar, porque la mente no te daba ni para concentrarte en la universidad. Y muchísimo menos cuando al séptimo día de hospitalizado, Derek fue diagnosticado con hepatitis aguda tóxica causada por cocaetileno: un metabolito que nace de la combinación de la cocaína y el alcohol, y que viaja por todo el torrente sanguíneo hasta dañar el hígado. Tu madre nos lo explicó tantas veces que aún lo recuerdo con exactitud.
La madre de Derek, hasta donde sé, nunca tomó su responsabilidad en el asunto. Ella solo se hizo de la vista gorda y acusó a terceros –a ti– del nivel de drogodependencia de su hijo, sin darse cuenta de que para él era una especie de salida fácil, un falso refugio que lo apartaba de la realidad triste, vacía y solitaria que sentía que era su vida; ignorando las fatales consecuencias que todo podía traerle.
No puedo negar que me causó muchísimo pesar, porque si al caso íbamos, Derek era un adolescente de catorce años que se sentía solo, y que había salido a la calle en búsqueda de lo que en su casa no existía, hallando a personas que solo le sirvieron de trampolín al mundo ilícito y delictivo, ese donde nadie alcanza los treinta años de edad.
Claro que eso no significaba que tu medio hermano comenzaba a agradarme un poquito más. No. Yo seguía sin creerle, porque aunque la culpa no era totalmente de él, fácilmente podía ahorrarse la manipulación que al victimizarse de esa forma tan dramática ejercía sobre ti. Tú, con el corazón roto por todo lo que le había tocado vivir a tu hermano menor, nunca lo pudiste ver.
Puedo culpar a una gran cantidad de personas de éste final tan trágico con la que nuestra historia acabó, pero a ti jamás, porque tú solo amaste con todo tu ser y tendiste la mano cuantas veces pudiste. Siempre fiel e incondicional a los tuyos.
Derek y tú compartían el mismo color de ojos y a pesar de eso significaba una gran diferencia, mucho más allá de que tú tonalidad era más lumínica que la de él. Tu mirada siempre estaba cargada de emociones, de esas bonitas, de esas que provocan sentir y vivir. La de Derek era vacía, fría, sin siquiera un leve rastro de empatía; era como mirar hacia un abismo oscuro y tenebroso.
Y era triste; porque así como los ojos pueden ser la ventana del alma, también pueden ser los gritos de ayuda que se quedaron enclaustrados junto a toda la oscuridad que representa la soledad, el abandono y la resignación.
Agradezco al cielo o a quien tenga que agradecer lo felices que fuimos todos antes de aquella noche, porque aunque los recuerdos pueden doler hasta los huesos, al final logras dejar de verlos empañados.
Estuvimos todo el día en la playa; Steffi había conseguido llegar y Simon hizo un espacio dentro de su agenda pesada, incluso John había asistido muy a pesar de no hablarle a mi hermano y sentirse incómodo en presencia de Lila. Jugamos futbol y voleibol de playa; tapamos a varios bajo un montón de arena e hicimos incontables retos súper extraños y perturbadores. Ése día te vi reírte y bromear con mi mejor amigo, y no sabes lo plena que me hizo sentir aquello.
Por la noche hicimos una fogata y nos sentamos alrededor; todos estuvieron con sus chistes malos, hablando de todo y nada, hasta que Simon decidió acompañar el momento con la guitarra que no soltaba. Al principio, Walter como siempre de bromista, recitó versos súper graciosos sobre cada uno mientras Simon le seguía con el instrumento. Después lo intentó Saory, y aunque no rimaba en lo absoluto, nos reímos muchísimo de sus ocurrencias.