Lo que quedó bajo la nieve

I: 1899



 

—Calla, Iliusha —susurró su madre.

San Nicolás parecía mirarlo fijamente, hasta lograr hacerlo sentir acongojado de haber roto el sagrado silencio solo por querer agradar a Katya con una broma.

Se mantuvo estático unos segundos, y poco a poco relajó sus músculos al comprobar que nadie lo observaba. Bueno, San Nicolás seguía allí, pero él era de madera. No contaba.

Las rodillas le dolían un poco, y es que llevaban mucho tiempo arrodillados. Entendía que era un día especial, y cada día así conllevaba alguna ceremonia solemne y eterna, aunque no por serlo tenía para él un significado particular. Debía obedecer, decía su papá, y ser devoto, agregaba su mamá. Lo intentaba, no es que no lo hiciera, es que simplemente no le salía.

A veces deseaba ser como su hermano Yegor, quien se entregaba en un trance místico cada vez que entraban en la iglesia. O tal vez como su hermana mayor Alina, siempre tan devota y dispuesta a servir a los demás.

Pero él era distinto. Quizás por eso quería tanto a Katya. Solo le superaba en un año, aunque parecía haber desarrollado su carácter mucho antes que cualquiera, al punto que con once primaveras ya no anhelaba ser alguien más que ella misma.

—Suba mi oración como incienso en tu presencia —exclamó con voz gruesa Grigoriy, el sacerdote de la ciudad.

Desconfiaba de él. Nunca le había hecho nada, no, pero su personalidad fría lo asustaba, y más lo hacía la influencia que tenía sobre Yegor y su padre. Sus rígidas reglas se seguían en su hogar, y con frecuencia alentaba una especie de efervescencia apocalíptica que solo traía sombras a su vida. Era en esos momentos cuando Piotr, cabeza indiscutida de su hogar, parecía descargar la angustia acumulada bajo proclamas del fin de la tierra. Por suerte, meses habían pasado ya del último episodio, y la vida parecía volver a su curso natural en Bui, la imponente fortaleza de Catalina la grande.

Illya, o Iliusha, como le decía su madre, entendería recién muchos años después que la ciudad de su infancia, esa imponente empalizada que había protegido a la madre Rusia del enemigo, no era más que una pequeña aldea rodeada de bosques sin prácticamente ninguna relevancia para el poder imperial. Pero la nieve y la distancia muchas veces tapan la realidad, y el caso es que Bui, para sus habitantes, era el lugar más importante del mundo. No era una casualidad que la gran zarina le hubiese dado categoría de ciudad hacía más de doscientos años. Nadie agregaba el detalle que cientos de aldeas habían visto elevar su condición en el mismo momento. No era necesario. Bui había sido elegida por Catalina, y hasta allí llegaba el asunto.

Tan importante era aquel detalle, que Piotr y Oksana habían nombrado a su segunda hija en honor a la gran emperatriz. Yekaterina nunca había emitido opinión por esa decisión, aunque en casa no se permitía que las mujeres hablaran libremente.

Quedó absorto por sus pensamientos por un largo momento, y fue el brusco movimiento de Piotr al levantarse lo que lo espabiló. Era hora de irse. Se preguntó por qué no habían recibido el misterio en una misa tan importante, pero no conocía todos los ritos que oficiaba el padre Grigoriy, y, en realidad, tampoco le interesaban demasiado.

No había cruzado aún la puerta de madera cuando una brisa helada golpeó su rostro, haciéndolo sonreír. Amaba el invierno. Por momentos era aburrido, y su madre no les dejaba salir de casa. Pero cuando el clima parecía calmo y amable, no perdían la oportunidad para colarse en el bosque a jugar. Katya era siempre quien dirigía. Nadie se atrevía a llevarle la contra, ni sus hermanos ni los demás niños del pueblo. En definitiva, era mejor así. No había otra con tanta imaginación como ella, y solo siguiendo sus indicaciones podían terminar algún plan sin dejarlo a medias antes de cenar.

Ese día ya no habría tiempo. Eran pocas horas de luz para compartirlas con una ceremonia tan larga. Pero no se entristeció, sino todo lo contrario. Sabía que en esa jornada en particular la oscuridad traería alegría y entusiasmo. Cuando la noche reclamara Bui, la ciudad se cubriría de fiesta.

Su madre parecía apurada en llegar a la isba, y dejaron que se adelantara un poco con Alina. Eran las responsables de la cena, y todavía quedaba mucho por preparar. Piotr y Yegor, por otro lado, decidieron esperar al padre Grigoriy para luego acompañarlo a la pequeña plaza donde, si la nieve no los sorprendía, se juntarían todos los habitantes de la ciudad para recibir la bendición antes de comenzar a comer.

—Mejor para nosotros —pensó Illya. Solo quedaban Katya, el pequeño Misha y él, por lo que podrían hacer la vuelta más interesante. No tuvo ni que proponerlo, ya que su hermana repentinamente se internó un poco en el bosque y cogió unas ramas con las que armó una pequeña camilla.

—¿Se habrá dado cuenta? —preguntó ayudando a subir a Mijaíl al improvisado centro de madera.

—¿De qué? —replicó Katya.

—De que intenté hacerte una broma.

—¿Papá? No. Estaba tan concentrado en el canto, que no debe de haberse dado cuenta. De todas formas, no lo volváis a hacer. Sabes que me divierto contigo, pero en la iglesia debemos guardar silencio.

—Pensé que no te tomabas muy en serio lo que tiene el padre Grigoriy que decir.

—No lo hago, pero tampoco quiero provocar enojo en papá ni tristeza en mamá. No es cuestión de obrar porque sí. Hay que pensar antes.

—Lo siento.

—No lo sientas. No has obrado con maldad. Quizás con estupidez.

—No todos somos tan inteligentes como tú —agregó Illya jocosamente.

Katya le respondió con una amplia sonrisa. Era menuda, más incluso que él. Su pelo rubio era suave y ondulado, aunque estaba firmemente atado y cubierto por un tocado que revelaba solo su rostro. No era considerada la muchacha más bella del pueblo, de hecho, Alina era mucho más hermosa, pero el carisma de Katya y sus penetrantes ojos la hacían una de las más prometedoras esposas para quien lograra cautivar a Piotr. Claro que todavía era joven, pero ya comenzaba a hablarse del tema.




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