Inhaló profundamente y cerró los ojos. No estaba nervioso, pero sí algo inquieto. Todos habían pasado por lo mismo un instante antes, y ahora era su turno.
—El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo escuchó todo —recitó en voz alta—. Se alegraba mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse: se había jactado de que, si tuviese mucha tierra, no temería ni siquiera al diablo.
«De acuerdo», pensó el diablo, «haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y gracias a ella te tendré en mi poder».
Notó que Larisa estaba encantada con su relato, lo que lo animó a proseguir con un tono más vigoroso. Lo había practicado tanto, que por momentos no necesitaba pensar en las líneas siguientes, y en forma espontánea acabó observando al minúsculo público con detenimiento mientras las palabras simplemente salían de su boca. Podía recordar a las mismas personas en el mismo lugar solo tres años antes, aunque si se vieran entre sí, probablemente no se reconocerían. Solo Andrey seguía igual, aunque tal vez con más canas.
Quien más había cambiado era, sin lugar a duda, Katya. Lo primero que podía distinguirse en comparación con la niña intrépida del pasado eran sus senos. En menos de un año se habían desarrollado de tal manera que igualaban o superaban a los de Alina. Incluso Oksana había tenido que modificar sus prendas para que las pudiera lucir sin incomodidad y sin despertar miradas indecentes de los demás jóvenes del pueblo. Pero no era lo único. Había crecido, su cuerpo era ahora más esbelto y sus caderas se marcaban con definición. Podía competir en belleza con su hermana mayor con la ventaja de tener una personalidad alegre y vivaz, además de poseer una educación guardada con recelo de provocar sospechas. Su pelo era largo y suave, y lo solía recoger hacia el pecho para dejar a la vista la sutil figura de su espalda.
Larisa era más alta y delgada, y usualmente trenzaba sus mechones rubios de una manera delicada y práctica. Los años habían aumentado la intensidad de sus ojos, que inmovilizaban a Illya cada vez que se acercaban.
Entre ellos dos había surgido una relación extraña. Se amaban, eso estaba claro. Illya no dejaba de pensar en ella, y, por lo que él entendía, era mutuo. De alguna manera se habían mostrado el uno al otro el amplio espectro de experiencias que ofrecía la segmentada sociedad rusa, pero más allá de eso existía un sentimiento sincero de cariño y preocupación. Sin embargo, no podían mostrarse en público así. No, su amor era un secreto entre ellos, Katya, Misha y Andrey. Ni siquiera Oksana lo sabía, ya que, si por algún motivo se lo contaba a Piotr, todo se destruiría en un santiamén.
Podía a veces darse cuenta de sus propios cambios. Se había estirado, lo suficiente como para alcanzar a Yegor, aunque este era más robusto. Su voz era ahora grave y sus brazos resistían mucho más el esfuerzo físico que antes, aun el derecho, que a veces por extensos períodos no le dolía.
—Dos metros de tierra, de la cabeza a los pies, era todo lo que necesitaba —exclamó, queriendo resaltar con la gravedad de su voz la frase final.
Sorpresivamente, Andrey se levantó de la silla y comenzó a aplaudir, invitando a los demás a hacer lo mismo. Illya se sonrojó, y tras sonreír se inclinó para agradecer tal reconocimiento.
—Increíble —juzgó Larisa—. Estamos muy orgullosos.
—Es una obra extensa para aprender de memoria —dijo Andrey—. Y muy interesante. El mensaje que da Tolstoi es rotundo y, a la vez, evidente. Katya, ¿cuál es la idea central de la obra?
—La ambición humana.
—Así es —afirmó el militar—. La ambición que ata al hombre a necesidades que, realmente, lo esclavizan. ¿Necesitaba más tierra Pajóm?
—Pues al principio sí —afirmó Larisa—, pero a medida que obtenía tierras necesitaba más y más. Allí estuvo su error; en no saber cuándo detenerse.
—Y en no comprender que su felicidad no la encontraría en el cuánto —agregó Katya.
—Yo creo que hay una crítica a la sociedad —opinó Illya.
—Muy bien —respondió Andrey—. ¿Por qué lo crees?
—Porque el origen de su necesidad de tierras era legítimo, y a su vez era injusto que tuvieran que pagar tanto dinero al ayudante de la propietaria. Pajóm se vio obligado a despertar su ambición, de otro modo su vida hubiese sido miserable.
Andrey estaba orgulloso de que sus alumnos usaran palabras que posiblemente sin aquellas lecciones jamás escucharían.
—Las multas que les imponía la propietaria eran por faltas de los campesinos en sus tierras —replicó Larisa—. ¿Acaso os parecería justo que cualquiera ajeno a vuestra familia alimentara a sus vacas con tu heno o robara nabos de vuestra huerta?
—Claro que no. Pero quizás lo hacían porque la propietaria tenía muchas tierras y ellos, nada.
—No deja de ser hurto. Ella tenía derechos sobre sus tierras.
—Lo que nos lleva a discutir sobre si el ser humano tiene derecho sobre la tierra —interrumpió Andrey, visiblemente entusiasmado con la controversia—. ¿Acaso la tierra tiene un nombre debajo del musgo, o somos nosotros quienes creamos esa idea?
Los alumnos se quedaron en silencio. Era una pregunta difícil, y no entendían bien el punto.
—La tierra debe tener un dueño —insistió Larisa—. Si no fuera así, Rusia sería caótica.
—¿Y si esa misma tierra tuviese muchos dueños, de modo que cada uno tenga la oportunidad de labrar su propia suerte? —sugirió Katya, dejando a la aristócrata en silencio un instante.
—Eso implicaría quitarles la tierra a los actuales dueños —respondió finalmente sin levantar su rostro.
Todos comprendieron que estaban pisando terreno pantanoso, y que Larisa podía sentirse mal si continuaban hablando del tema de manera frontal.
—Es un tema complejo, muy complejo —indicó Andrey para cortar la incomodidad latente—. Pero importante, por eso creo conveniente que estudiemos a autores que ya se han referido al tema, todos con diferentes perspectivas.