El viento de la noche me refresca la mente; mientras sopla, un pequeño silbido atraviesa la calle, entre las casas y los árboles sobre la acera. El sol aún está ocultándose por detrás de las fachadas desgastadas, pero su calor me da en el rostro con aquel gesto confortable que me da cada uno de los atardeceres. No recuerdo otro momento que me haya motivado más que el atardecer, donde los rayos del sol murmuran siempre que la vida esta llena de momentos cortos y brillantes.
Se siente alentador, se siente cálido, se siente que hoy la vida cambia y que mañana todo estará mejor.
Llego a casa con ese ánimo. Abro la puerta y miro alrededor. Todo está medio oscuro debido a las persianas abajo, pero aún así no veo latas de cerveza o botellas vacías, lo que hace que mi estómago se apriete. Pensar en mamá cumpliendo con su palabra me hace sonreír como tonta.
Enciendo la luz de la cocina y me sorprendo al ver una pila de tres panqueques sobre un plato y una taza de café a media capacidad, como si los hubiesen comido y bebido a prisa, además de los trastes limpios y acomodados en la alacena.
No puedo imaginar a mamá haciendo algo más que estar en su cama, ebria o discutiendo con alguien.
—¿Mamá? —la llamo, sin embargo no hay respuesta.
«¿Habrá salido de casa o volvió a la cama?», me pregunto, pero considerando que su rutina del último año ha sido dormir y beber no me sorprendería que haya hecho lo segundo. Y estará bien para mí. Después de todo, ya hizo suficiente con prepararse algo para comer.
Sigo mi camino por la habitación que sirve de cocina, comedor y sala de estar, hasta que llego al pasillo que conecta las habitaciones.
Respiro profundo, coloco la mano en el pomo de la puerta del cuarto de mi madre y giro la perilla. Lo que encuentro es la cama hecha y la cortina levantada, dejando que entre la poca luz que queda. En la cama descansa un álbum de fotos que vi muy pocas veces antes; tengo entendido que mamá lo ocultó por alguna razón y nunca nos dijo dónde estaba. Creí que lo había tirado a la basura.
Me acerco y me siento sobre la sábana de un pálido verde. Toco la pasta dura del album con los dedos y me acerco para leer las letras apenas visibles que se escriben con lapicero azul en una de las esquinas: "Nuestro recorrido: Marcus y Olivia".
Sonrío. No recuerdo haber leído esto nunca antes.
Abro el grueso libro de fotos y me encuentro con un par de pequeñas instantáneas de mamá y papá, en algún parque, luciendo ese estilo de los noventas. Eran bastante adultos entonces, quizá veinticinco años, y recuerdo poco de aquella expresión genuina y feliz de mi madre. Asumo que en esta foto ya estaban casados, pero no podría asegurarlo.
Paso a la siguiente. Una foto de mamá estando embarazada. Viste un suéter naranja que le cubre hasta los tobillos y lleva un par de sandalias marrones. Su cabello se alza en una cola y el lacio flequillo casi le cubre los ojos. Hace el signo de paz con una mano y con la otra abraza su enorme pansa como si tratara de evitar que se le caiga por entre las piernas.
Me tomo unos segundos para agudizar el oído. No quiero que mi madre venga de pronto de donde sea que haya ido y me encuentre aquí, hurgando en un pasado que quizá no quiere que vea todavía.
Como no escucho nada, continúo.
Las siguientes fotos son más comunes, menos significativas. Mamá comiendo, papá durmiendo, ambos en una reunión familiar en el campo y otra más de mí en pañales jugando con las gafas de la abuela. Paso algunas más del embarazo de Liliana y de su nacimiento, hasta que llego al final del album, donde se encuentra la última foto agregada: Liliana y yo, hace poco más de un año.
Un pedazo de papel descansa al pie de la foto. Al tomarlo, mi ritmo cardíaco se dispara, mi respiración se estanca en mi garganta y salgo corriendo, entre manos temblorosas, a buscar a mi madre por el resto de la casa.