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chocolate barilochense
Entramos al aeropuerto casi sin haber cruzado palabra con Lucas. Está fresco. Sí. Ojalá se mantenga el buen tiempo. Al menos para la caminata de mañana. Quince minutos más de silencio, los dos mirando hacia adelante, la ruta oscurecida. En algún momento prendió la radio, una estación de música tranquila. Pareció espesar el silencio. Me di cuenta sorprendida que era la primera vez, en los años que llevábamos trabajando juntos, que estábamos solos.
—Llegamos temprano —dijo, señalando el pabellón de arribos. Todavía no había ningún transporte estacionado en la puerta.
—Mejor.
Se detuvo con suavidad y tiró del freno de mano. Manejaba bien. De hecho, mejor que muchos transportistas que conocía. Se volvió hacia mí con una sonrisa vaga.
—¿Querés que te espere acá, o salgo y me llamás cuando lleguen?
—No, quedate.
Se limitó a asentir y abrió la puerta. El viento de la estepa, frío y seco, me embistió apenas bajé del minibús. Me apresuré hacia el hall. Los monitores juraban que el vuelo estaba en horario, así que no faltaba más que un cuarto de hora para que aterrizara. La máquina de café parecía saludarme moviendo la cola como un perro amigo, no tuve corazón para ignorarla. Saqué un cortado y vacilé con una mirada hacia afuera, a la figura oscurecida tras el volante del minibús. No tenía idea cómo le gustaba el café, así que opté por lo clásico. Pareció sorprendido cuando le tendí el vasito, y lo sostuve ante su cara hasta que lo aceptó.
Lo probó y esbozó otra sonrisa vaga. —Dos de azúcar. Perfecto, gracias.
Me limité a asentir, desviando la vista con la excusa de sentarme. El Lucas que yo conocía era seguro y suficiente, carismático, siempre con la respuesta justa, siempre un poco burlón. Este Lucas que tomaba su café tan cerca de mí en ese anochecer de primavera no había perdido nada de su seguridad ni su carisma, pero resultaba inesperadamente amable. Y yo… Mierda. No sabía cómo tratar a un Lucas agradable.
Pronto el reloj vino en mi auxilio y bajé a esperar a los pasajeros sin que hubiéramos vuelto a hablar. Llegaba poca gente desde Calafate en esa época del año y la entrega de equipaje demoró poco. Identifiqué sin esfuerzo quiénes eran mis pasajeros, el único grupo de más de cuatro que se reunió para dejar todos juntos la zona de desembarco. Era gente joven, vestían ropas adecuadas al lugar y la estación, y se los veía de excelente humor. Reconocí enseguida al que abría la marcha. Las fotos de perfil pueden mentir, pero Joaquín parecía escapado de mi monitor. En realidad, se veía mucho mejor en persona. Levanté mi cartel con mi mejor sonrisa.
Joaquín era un par de años menor que yo, llevaba el pelo por los hombros suelto, barba y bigotes cuidadosamente recortados, ojos claros de mirada inteligente que contrastaban con su pelo oscuro y su piel morena. Su sonrisa se ensanchó apenas me vio. Esta vez no me molestó que me miraran de arriba abajo con ojos de testosterona. Se adelantó con su mochila de treinta litros y rodeó la cinta, una mano extendida pero no para estrechar la mía, sino para apoyarla en mi hombro cuando me saludó con un beso en la mejilla con absoluta familiaridad. El resto del grupo lo seguía de cerca.
—Bienvenido, ¿cómo fue el vuelo? —pregunté, atrapada por el descubrimiento de la diminuta argolla de plata en su oreja izquierda. Dale una espada y una capa y es el Corsario Negro. Sencillamente, me encantaba.
Joaquín iba a responder cuando sus ojos se desviaron por encima de mi hombro y asintió con una sonrisa tentativa. Me tragué un suspiro y giré.
—Joaquín, él es Lucas Pefaure. Va a ser nuestro guía en las excursiones —dije, mordiendo cada palabra—. Lucas, Joaquín Golberg, gerente de operaciones de Tango Argentina y coordinador del fam tour.
Se estrecharon la mano con actitud amistosa y Joaquín se volvió para llamar en inglés a los demás. Hablaba un correctísimo inglés coloquial sin rastros de acento latino, natural y fluido. Lucas se apresuró a hacerse cargo del equipaje de las cuatro mujeres del grupo e invitó a los hombres a seguirlo hacia el minibús. Me retrasé con Joaquín, que revisaba su celular.
—¿Y cuál es el plan para esta noche? —fue lo primero que preguntó, con su gran sonrisa y sus ojos brillantes.
—Cena de ahumados regionales y espectáculo de tango —respondí, y tuve que reconocer que hacía rato que no sonaba tan animada.
—Ahá, ¿y después? Imagino que habrá pubs abiertos aunque sea martes.
—Por supuesto. Para los que después aguanten levantarse para una excursión con caminata a las nueve de la mañana.
Agachó la cabeza hasta apoyarla en mi hombro y soltó un suspiro.
—No me habrás armado un itinerario de madrugones diarios.
—Tranquilo. Creo que un par de mañanas vas a poder dormir. Hasta las ocho.
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Editado: 01.03.2022