Los Errabundos

Lovtrein

El sol volvió a asomarse por el horizonte este de Gila, penetrando con sus doradas hebras en los ojos que reposaban sobre los edificios altos de Lovtrein, quemándolos hasta entrecerrarlos.

Santiago, un joven de diecisiete, extendió su mano para taparse el rostro de la luz del sol, mientras sostenía con su mano derecha el rifle de caza que colgaba del hombro. Los rayos le golpeaban la cabellera anaranjada, haciéndola brillar. Caminó por el techo hasta el siguiente, atravesando una gruesa tabla de madera puesta a modo de puente, observando con cierto embelesamiento las frías calles de la ciudad, donde se divisaba a lo lejos las negras siluetas de los errabundos que vagaban sin destino ni sentido. A lo lejos, muy, muy a lo lejos y si concentraba sus ojos, podía divisar la entrada de Luvlais, con sus dos torres a los lados. O al menos eso le gustaba imaginar que veía. Estaba al borde de lo que se consideraba terreno uddopekka, y extrañamente sentía que allí el viento era más cruel y frío. En los otros techos observó a más guardias, algunos con rifles, otros meramente con prismáticos como armas, temblando por la fuerte ventisca que se había alzado desde el sur.

El sur... la dirección en la que estaban los malditos Colibrís de Luvlais.

Anaís caminó cojeando entre la librería del aeropuerto. Irónicamente, el caos primigenio no pareció haber tocado aquel local. Al menos no en un lugar que no fuesen las cajas registradoras. Cogió Los Ojos del Perro Siberiano y se sentó en un banco a leer. Era una novela pendiente desde su juventud.

—Eres madrugadora —comentó Estela, dándole un respingo mientras se sentaba a su lado—. O quizás no pudiste conciliar muy bien el sueño, como yo.

—Buen día —le contestó Anaís con una sonrisa—. Sí, así es. No pude dormir muy bien.

—¿Pudiste encontrar a tu chico?

—No. Lo estuve buscando todos estos días, pero nada. Ya han pasado siete días de la emboscada, y temo que haya sido parte de las víctimas —el ojo se le cristalizó, y el libro se cerró en sus manos.

—¿Él también participó? Rayos... Tal vez sigue con los heridos.

—¿Dónde están los heridos? Yo desperté en una cama aquí en el aeropuerto.

—Seguro sigue en la enfermería. O si no, busca en la escuela, allí tratan a los heridos por las expediciones —contestó—. O tal vez está ayudando con las fortificaciones. Sabes, no me enojaría si descubres que está sano y no te buscó. Digo, recibiste un disparo en la cabeza.

—Entiendo —dijo con una risilla—. Eso me tranquiliza. Lo buscaré más tarde, es cansado caminar cojeando. Oye, dijiste que María nacerá pronto, ¿cierto? ¿Cuándo será?

—Si mis cálculos no me fallan, cerca de dos meses, quizás un poquito menos —agitó la mano—. Yo tendría que estar en cama ahora, pero no me gusta quedarme quieta —rió—. ¿Tú no planeas ser mamá en algún momento?

—Me gustaría, pero no ahora, si te digo la verdad. Quizás en unos años, cuando pueda acomodarme en un lugar seguro. Aunque tampoco es como que pueda ser muy fértil ahora, el estrés afecta muchísimo —dijo con una leve risilla. Luego silenció para observar un segundo la panza—. ¿Cómo se sintió cuando te enteraste?

—Fue... raro, no te lo voy a negar —acarició la estirada piel de su barriga con una leve sonrisa—, pero a la vez fue lo mejor de mi vida. No lo esperábamos, si te soy honesta, pero tampoco nos arrepentimos ni por un segundo. Literalmente fue dar saltos de alegría durante todo el día. Saber que vas a tener un bebé es... no lo sé, no sabría describirlo. Son tantos sentimientos y ninguno es desagradable en lo más mínimo. Excepto con los vómitos, eso sí es horrible... y los antojos... los cambios de humor... y los pedos. Es como una menstruación constante por momentos. Pero el resto del tiempo es simplemente hermoso.

—Vaya, súper tranquilo —dijo Anaís moviendo su cabeza en tono sarcástico, para luego reír—. Por lo que se ve, va a ser una nena enorme.

—Sí, espero que no se necesite cesárea, no me conviene hoy en día.

—Para nada.

El silencio se suscitó. Anaís observó la panza con la mirada perdida.

—Te ves ansiosa, como dudosa, ¿pasa algo? —preguntó Estela.

—Es que estoy nerviosa por si estalla una guerra, tendré que ir a pelear nuevamente y... bueno, no es lindo. Tanto la idea de morir como de matar es... bueno, entiendes. Ya lo he hecho antes, pero no me acostumbro. En la adrenalina no lo piensas pero luego... —suspiró—. Me preguntaba si no existe otra comunidad que pueda ayudarnos.

—Llevo aquí desde casi el principio, y solo conocemos a los Dismas, los que viven en Mirrah, la ciudad esa de la catedral. Pero toma como ocho horas a pie ir hasta allá y seguramente sean muy reservados, ya sabes cómo son los religiosos. Sabemos que existen porque nuestros exploradores una vez se fueron poco más de una semana, y al volver nos hablaron de ellos.

—Supongo que es nuestra mejor esperanza —dijo Anaís—. Quizás deba comentárselo a Ramón, tal vez les pida ayuda o planee un peregrinaje para, bueno, ustedes y los niños.

Las horas comenzaron a pasar. La espalda de Virgilio ya se había acostumbrado a tener aquellos ríos de sangre provocados por feroces mordiscos del látigo. Le posaron un trapo en el rostro, el cual iban empapando de tanto en tanto para que se ahogara. Quizás aprender natación durante tantos años fue lo que le dio la ventaja al poder soportar la respiración. En lo que a él concierne, no fue más que un pequeño baño. Luego de aquello, las torturas se repetían a la de los días predecesores: agujas bajo las uñas; golpearon ollas junto a sus oídos una hora, le apretaron y golpearon los genitales, lo sometieron al frío usando agua y un ventilador. «Cliché» pensó Virgilio, aunque eso no hizo que fuera menos doloroso. Pero él no supo lo que era el verdadero dolor –o mejor dicho el ardor– hasta ese día. Hasta el momento en el que Ramón entró posando en su mano una botella de vinagre de vino y, en la otra –«oh, mierda» pensó Virgilio–, una gran jeringa de goma para enemas.



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En el texto hay: zombies, accion, gore

Editado: 13.09.2023

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