Los gatos negros de Londres

Capítulo 2. Cambiar perro por gato nunca sale barato

El día siguiente amaneció lloviendo, como era habitual en la ciudad victoriana. El cielo se desdibujaba con las aguas grises del Támesis, pero las nubes eran unos chiquillos violentos que soltaban su amenaza y se largaban enseguida.

Aquel sábado nos despertamos con dolor de tripa y un martilleo galopante en la cabeza, apestados por cierto olor agrio que pronto identificamos como vómito. Bengala reconoció su desliz y fue el primero en mover el culo. La visión del imponente negro fregando sus fluidos resecos no auguraba una buena mañana.

Poco a poco nos fuimos activando el resto, como muñecos rotos a los que acababan de dar cuerda. Especialmente yo tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano por mantener el equilibrio con dignidad, mientras recogía la cebra y los botes de pintura. No me molesté en limpiar la mancha roja, sabía que se había aferrado al suelo para siempre.

—¿Quién quiere una cerveza? —preguntó Eileen desde la cocina.

Enseguida negamos horrorizados, reviviendo las náuseas solo con pensar en llenarnos la tripa de ese líquido amargo. Pero al final no sé qué pasó, que cuando Chaplin dio las once de la mañana todos habíamos acabado en el salón, desayunando unas latas de Carlsberg con varias bolsas de Cheetos.

Como solo había un baño en la casa, tuvimos que aguantar nuestro turno de ducharnos y evacuar como buenos compañeros que éramos: peleándonos a empujones y apretándonos la entrepierna para no mearnos encima. Luego cada uno demostró fidelidad a su ritual mañanero: Eileen se recogió el pelo en un moño que a Audrey Hepburn le hubiera encantado, River se lo mojó y sacudió de la misma manera que Kaiser cuando sale de un lago, Dean se recortó la barba pelirroja con todo el cuidado del mundo y Cherry se puso la capucha de la sudadera, al estilo de esos adolescentes con pinta de tristes y peligrosos. Cuando por fin estuvimos listos para salir, nos despedimos del perro y emprendimos el camino hacia el Underground que nos llevaba al Leviathan.

El viaje transcurrió lento y monótono. La tierra se abrió en un bostezo inmenso para dejarnos salir; en el exterior el cielo se había despejado. Luego recorrimos las sórdidas calles del Soho, que ahora estaban tranquilas y silenciosas como un león dormido, a excepción de los jóvenes que habían decidido pasar el sábado de cervezas o los que estaban empezando a despertarse tras un viernes de borrachera. Otra cosa no, pero los ingleses nos llevábamos bien con cualquier vaso que tuviera alcohol.

Mantuvimos nuestro paso firme de trabajador digno; apenas unos muchachos, pero con la piel curtida de espantos. Bengala, Tigre, Cherry, Colibrí, Dragón, Perro Mojado y Gato Negro. Casi parecíamos más una tribu de indios que un grupo de putas.

Levantando miradas de soslayo por los londinenses que ya nos conocían y siendo ignorados por los turistas que no, rápidamente nos encontramos con la fachada oscura y acogedora del pub en el que trabajábamos. Una pequeña bandera de colores en su puerta promovía la libertad sexual, como la mayoría de locales del Soho, y encima de ella estaba escrita la palabra Leviathan junto al dibujo de una piraña de neón. Siempre encendida. Si la piraña se apagaba significaba que la noche había muerto. En un cartel bastante más pequeño se podía leer Leona W. & Underdogs. Aquella era nuestra tripulación, bajo el nombre de nuestra capitana.

Como siempre solía pasar, Leona nos recibió con los brazos abiertos en cuanto entramos, y luego nos dio un sopapo a cada uno por haber llegado tarde.

Leona Walker tenía un carácter aún más prominente que su corpachón, y eso que era una mujer grande en todos los aspectos. Fuertota, de gigantescos pechos y voluminosas curvas, morena y portadora de kilos de maquillaje que no necesitaba. Esa mujer de cincuenta años tenía el mayor sex-appeal que había visto jamás en un adulto; se notaba a la legua que en su juventud había sido un bellezón risueño, hablador y de los que enseña más chicha que ropa. Nadie sabía si se debía a la experiencia o le venía ya de fábrica, pero Leona tenía una potencia y una capacidad para llevar las riendas que casi asustaba. Había nacido para ser líder.

—Bueno, al parecer, alguno por aquí se ha tomado unas vacaciones bastante liberales, así que me gustaría recordaros que aparte del objetivo de llegar a fin de mes, tenéis algo llamado compromiso… con este pub.

La mirada castaña de Leona se clavó específicamente sobre mí, desviando yo la vista como si la cosa no fuera conmigo.

—Hayden. No mires para otro lado, que te conozco. No sé cómo lo haces, pero tú eres uno de los pilares principales de este barco. La gente viene y pregunta por ti, y cuando no estás se van y vuelven al día siguiente. ¿Y qué les digo yo? Si evitas tu trabajo estarás perdiendo seguidores, y por tanto los estaré perdiendo yo. Y eso no puedo permitirlo.

La conversación había adquirido un tono serio que mis amigos intentaron rehuir, pero al final Leona me cogió del brazo y me arrastró de allí con la excusa de invitarme a una cerveza. Después de haberla desayunado prefería cortarme la cabeza antes que tomarme otra, pero negarse a una «invitación» tan hitleriana no era una opción inteligente.

—Hayden, querido, ¿te pasa algo? ¿Acaso quieres dejar el trabajo?

Negué con la cabeza, viendo el alivio reflejado en sus ojos.

—Entonces… ¿qué es, cariño?

Iba a contestar alguna excusa idiota cuando la puerta del pub se abrió en ese instante. La conversación se vio interrumpida por un ruidoso grupo de chicas que entraron en el Leviathan vestidas de punta en blanco, y todas las miradas se dirigieron hacia ellas, porque a esas horas no había otra gente a la que mirar. Ignorando a los pobres diablos que tenían colgados de sus traseros y escotes, vinieron directamente hacia Leona en cuanto la divisaron.

—¡Hola! ¿Es usted la encargada del pub? —preguntó una pelirroja, con unos aires tan extrovertidos que metían el dedo en el ojo.




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