JANETH
Fiel a su insaciable curiosidad, unos grandes ojos me inspeccionan; tan azules como el cielo de esta misma mañana que poco a poco toma un perfecto color más vivo; el calor asciende, el frío desaparece y así mismo mi bendito nerviosismo.
Esos mismos voltean hacia mí con lentitud de vez en cuando, como si controlase a que yo no huya (como si tuviese razones para irme de aquí tan rápido), concentrados en el pequeño sartén cuyas llamas debajo lo mantienen bastante caliente con la mantequilla derretida y lista para ser usada.
Ellos, como un búho preocupado, vigilan, dedican un silencioso cariño y a su vez me sonríen; lo sé, porque me siento cómoda cada vez que se deslizan hacia mí con cero intenciones de demostrar malicia; me siento en paz por saber que, al caer sobre mí e inspeccionarme, no es que quieran juzgarme, ni amenazarme de muerte o dolor en cuanto caiga la oportunidad, sino para inspeccionar por mi salud, mi bienestar, deseos lindos y bonitos que hace mucho no recibo.
Ah.
Como si una persona tuviese que ser «digna» para no ser maltratada.
¿Qué tan indigno se tiene que ser como para recibir golpes y maltratos? Nadie se merece algo como eso en mi opinión.
El ruido externo de la gente que viene a comer al restaurante, de aquellos que trabajan aquí y que se pasean por la parte de atención donde se encuentran los clientes, me resultan un poco raros, pese a que no puedo mirarlos ni ellos a mí; a que todo en mí se sienta extrañado por encontrarme en un ambiente donde ya estuve alguna vez; pero del que hace mucho no tengo ni la menor idea gracias a mi «exilio de la sociedad» (si es que así se le puede decir).
Por supuesto, me resultan irreconocibles, se sienten distantes; pero tan raros a la vez y no puedo evitar el removerme en mi asiento como si mis piernas estuviesen preparándose para correr apenas pueda. E independiente de que ese par de zafiros brillen hacia mí con condescendencia, la división en mi cuerpo permanece, tan fuerte y frustrante ante mi imposibilidad de quedarme en paz, aunque sea por estos momentos.
Oh, mi…
El trozo de pan con mantequilla en mis manos sabe a la gloria pura y se me escapan sonidos de gusto que no reprimo en lo más mínimo porque en verdad que ya extrañaba el pan tostado recién hecho, con su crujiente textura causándome esas cosquillas en el paladar.
—Jane. —De repente, esos ojos azules se estrechan frente a mí, diferente a hace unos segundos, como si reparasen en mi apariencia actual e hiciesen una comparación de a como estuve cuando pude trabajar aquí, siendo feliz, a… a mi yo de hoy.
El ceño fruncido me pone en alerta y yo arreglo mi abrigo que todavía me cubre de muslos a cuello.
—Aquí —de todos modos, me dice Doña Alma mientras me extiende una buena taza con ese maravilloso líquido humeante que me hace la boca agua. Lo deja a la par del plato donde se encuentra la otra mitad de pan tostado a medio morder. Aunque no percibo bien ese mar de zafiros en su rostro, sé que ella me mira de frente en todo momento. Luce perpleja y no la culpo en lo absoluto; es demasiada curiosidad al parecer entre lo que ha sido de la vida de ambas—. El chocolate caliente está listo, con un toque de vainilla como a ti tanto te gusta. ¿Quieres más pan tostado? —agrega, como desviándose los pensamientos para no sentirse más… ¿intrusa?
Pensarlo así, con ese adjetivo, se siente extraño y me muerdo la lengua.
Asiento al instante con un sonido asemejado a un ronroneo mientras tomo la taza y el líquido se desliza por mi garganta con el mayor de los gustos. Arde un poco, sí; pero se siente espectacular de todas formas.
Me hace sentir viva la calidez y el recibimiento.
—Te veo muy delgada… —apunta la señora y yo me detengo mientras levanto el rostro para verle a la altura de la mascarilla que trae puesta. Tiene una mano bajo la barbilla—, y esos ojitos tuyos se ven muy cansados. ¿Qué ha pasado, cariño? ¿Es que acaso ahora vives en la calle?
Tengo que mirarme de reojo y preguntarme si mi ropa está tan sucia o si tiene un aspecto tan viejo como para que ella me pregunte eso, con la obvia sorpresa.
Claro, caminé demasiado y encima es la ropa que usé para limpiar, así que no puedo quejarme si es que ella me ve desaliñada; pero, de todos modos, es vergonzosa la comparación.
Me ha encontrado en la pura madrugada cuando salía de la casa que está a la par de este restaurante y con una pequeña pulpería más pequeña abordando en la parte frontera de esa misma construcción.
Pero justo ahora, en casa no hay nadie a quien yo conozca; algunos trabajan y otros estudian, entonces me tiene en una habitación apartada del restaurante, todavía para hacerle charla, para poder contarle lo que ella quiere saber, aunque hasta el momento no ha hecho preguntas tan profundas a como esperaría de alguien que es muy curiosa por naturaleza entre cualquier tipo de chisme o noticia. Y más si me ve así.
En fin, que mientras yo la ayudaba a llevar los periódicos a esa nueva pulpería, me ha dicho que tiene que levantarse a las cuatro y media a recoger el pan fresco que vienen a dejarle al portón del negocio, porque últimamente han comenzado a robárselo y aunque tienen evidencia de videos y fotos en las cámaras es obvio que, a los días, después de atraparlo, han de soltar al culpable. No se fía más, ya ni lo intenta. Y la frescura de este, su crujir, su suavidad interna y su sabor me hacen feliz… muy feliz.