Los girasoles también lloran

Capítulo doce. Janeth.

 

JANETH

Van a ser las dos de la mañana cuando el sueño comienza a llegarme y aun así no puedo dormirme como tanto deseo. Kiareth se ha quedado a mi lado, bueno, estuvo sentada en la silla al lado de la cama y con una computadora en sus muslos para completar un trabajo de la uni; pero para mí se percibe igual de cerca porque pude mirarla; como una compañera que ha vigilado mis sueños con tal de no dejar que me sienta sola, con susurros bajos donde me ha contado anécdotas bonitas de sus abuelos a pedido mío o cuentos inventados a partir de una breve conversación entre ambas, entre una imaginación que corre con todas las energías y ganas por expresarse de una u otra manera. Y así hasta muy tarde, hasta que pude conciliar un corto sueño de lo más reparador para las pocas energías que mi cuerpo tomó en la siesta de la tarde.

Se ha quedado conmigo, sus manos creando un ligero y nada molesto ruido en cada tecleo de la computadora y con la luz de esta hasta un mínimo en su rostro blanco y delicado, adornado casi toda la noche por muecas de cansancio, sonrisas bonitas o suspiros. Cualquiera de esos gestos ha llamado mi atención porque mi mente no puede evitar compararla con mi pareja, no puede evitar hacer ese contraste donde ella sale ganando.

Se siente como un ángel.

Mi cuerpo y mente aceptan sentirse cómodos con Kiareth cerca, cuando me habla, donde todo en mí adora su sola compañía porque todo en ella es gentileza, dedicación de una amistad tan valiosa que, a decir verdad, no sé cómo pude haberla conseguido. Solo ha pasado.

No puedo evitar compararla, porque la sola existencia de Darío es brusquedad, rabia y explosiones de emociones negativas como un huracán con cada vez más fuerza.

Todo en ese hombre significa una falsedad de cosas de las que nadie se percata porque las esconde muy bien, porque la gente se deja llevar demasiado por todas sus acciones cada vez que tiene a más ojos en frente que vigilan sus pasos, porque nadie ha mirado las cicatrices en mi espalda de cada vez que su cinturón ha chocado en mi piel a causa de un arranque de rabia por cada cosa mal que he hecho, llevado por mi torpeza, nervios o por haberme desconcentrado en una de mis tareas un segundo, donde me fue imposible que mi torpeza no saludase en ese mal momento. Siempre es un mal momento.

            Nadie mira eso, que detrás de él hay una mujer a la que él somete cuando se le viene en gana; nadie mira que sus sonrisas son tan falsas como su bondad, su gentileza y hasta el tono cordial de su voz. Nadie ha visto todas y cada una de esas facetas tan feas de las que cualquiera puede horrorizarse. Él las oculta, siempre, porque quiere mantener esa imagen falsa, sentirse superior gracias a su cargo, gracias a que, bueno… es respetado.

—¿Aún sigues con la tarea? —pregunto, cuando el sueño se retira y no puedo pensar en nada más que en Darío. Darío. Darío. Darío.

Mi corazón amenaza con detenerse por un mísero segundo; pero logro darme ánimo… o una copia barata de ello.

No tener a Darío haciéndome un daño (de cualquier tipo) en estos días, ha abierto más mis ojos de alguna manera, porque esa falta de abuso se ha sentido tan extraña, tan ajena, como si no se sintiese «normal» y luego mi cerebro ha hecho un clic, efímero, consciente, donde ha reconocido que algo en todo eso no estaba bien.

¿«Algo»? Por todos los cielos, nada estaba bien. ¿Normal? Lo normal es no tener miedo, es ser feliz, no llorarle a la luna cada vez que la miras y deseas ser ella, arriba, tan tranquila. En una relación la felicidad es lo que debe de ser normal, ¿no?

¿No? No el miedo. Nunca el miedo.

Nah —Kiareth levanta la cabeza, bastante tranquila. Es notorio que el sueño comienza a pesarle y, aun así, aquí sigue—. ¿Por qué?

Le extiendo la pomada, aunque sé que es muy tarde y puede que se encuentre sin ánimos, que ese cansancio suyo abarque para cualquier acción; pero sus ojitos se achinan de inmediato y eso me da una pista: sonríe.

La espalda me escuece y en verdad, si lo pienso bien, un masaje no le cae mal a nadie.

—Está bien —ella dice, simple y deja la computadora a un lado.

Yo sigo con mi lucha mental.

Absolutamente nada fue normal en ese sitio desde hace bastante tiempo, con el inicio de los maltratos de los que no supe cómo defenderme porque estaba en la etapa más ciega. Incluso ese hecho me resulta irónico: siempre me dije que mi vida iba a avanzar con alguien que sí me valorase, que, aunque no me tratase como una reina, que al menos fuese algo bien, bonito, porque eso le nace desde lo más hondo, y, que por lo menos, me dedicase un momento de su tiempo sin tener que lidiar con peleas de por medio… estas últimas al menos no tan seguidas, donde uno de nosotros no tuviese que hacer silencio por culpa del bendito miedo, los golpes, rasguños, gritos o cualquier cosa no sana dentro de una relación.

Por eso, hace un par de noches, en ese instante, cuando pude mirarme las manos, pude respirar tranquila sobre la silla en esa cocina es que mi cuerpo se ha embargado de una completa extraña sensación de soledad, de abandono… ¿puedo llamarle «paz»?

Mi cuerpo, como si hubiese sido liberado de algún sedante, ha picado ese anzuelo que todavía no sé dónde ha salido, porque gracias a eso, al rompimiento en la rutina es que pude verlo, pude recordar años muy pasados a todos los acontecimientos de esa yo actual tan silenciosa, doblegada. Mi mente, envenenada con el paso de los días en esa relación, pudo verlo; no tan claro, por supuesto, porque no es como que una noche recapacitando haga desaparecer todos estos años en que mi cuerpo ha sido presionado hasta su límite; pero me ha hecho pensar.



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En el texto hay: romance, lgbt, lgbtdrama

Editado: 08.04.2024

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