«Hace varios miles de años, existió un mago muy poderoso —contó Dreiss—. El fundador de La Hermandad. Y sus intenciones fueron nobles al principio. Pretendía gobernar el mundo de los magos e imponer el orden y la paz entre ellos. Pero los magos del mundo llevaban demasiado tiempo actuando a voluntad, tan solo preocupados de sus propios intereses. Algunos se unieron a su causa, otros se opusieron a ella. Y, al final, estalló una guerra entre ambos bandos.
Los magos que se unieron a La Hermandad eran más sabios y poderosos, por eso entendían la necesidad de su existencia. Los otros, que utilizaron su magia para convertirse en vulgares criminales, eran débiles, pero también demasiados. De modo que el empeño de La Hermandad fue inútil y, pronto, se vieron abocados a la derrota.
El hechicero se resistió a darse por vencido y emprendió la búsqueda de un antiguo poder ancestral del que hablaban los textos sagrados. Todos los magos del mundo conocían esa leyenda, y todos sabían que no era más que un mito. Sin embargo, el hechicero, tal vez aferrado a la última esperanza que le quedaba, puso todo su empeño en buscar el poder ancestral. Algunos de sus aliados trataron de hacerlo entrar en razón. Hasta que decidieron que había perdido el juicio y se alejaron de él. Entonces, los miembros de La Hermandad quedaron relegados a poco más que ratas ocultas en un agujero, dispersos por el mundo y temerosos de que sus enemigos los encontraran. Pero, un tiempo después, el hechicero regresó de su viaje. Había encontrado el poder ancestral, y fluía en su interior una fuerza inimaginable.
Sin nadie que pudiera hacerle frente, aniquiló a sus enemigos, que entonces también fueron los aliados que lo abandonaron. Derramó la sangre de miles de magos, y solo perdonó la vida de aquellos que aceptaron a convertirse en sus siervos.
Aquella energía ancestral le otorgó un poder inmenso, pero también corrompió su mente. Así, tiranizó a los magos que se sometieron a él durante años. Pero el final de todo pueblo oprimido es la rebelión contra sus opresores. De modo que los magos conspiraron a sus espaldas y tramaron su muerte. Su energía era tan devastadora que la mayoría perdieron la vida en ello, pero, gracias a su sacrificio, los supervivientes recuperaron la libertad. Entonces, juraron que La Hermandad velaría por la seguridad y la paz entre los magos, y separaron el poder ancestral en tres fragmentos. Entendieron que era demasiado peligroso como para que volviera a caer en unas mismas manos. Así, nombraron a los tres primeros guardianes de La Hermandad, tres magos íntegros, sabios y poderosos, que tenían la misión de salvaguardar cada uno de los fragmentos: los tres poderes ancestrales, que desatan el potencial de aquellos que los portan y se encargan de mantenerlos separados.
Desde entonces, se han sucedido las generaciones de guardianes, y La Hermandad ha velado por la concordia entre todos los hechiceros del mundo. Hasta que alguien decidió cometer los errores del pasado —suspiró Dreiss, que luego se sirvió una taza de té que calentó con sus propias manos, antes de seguir con la historia—. Yo era uno de los tres guardianes de La Hermandad, el más joven de ellos. El siguiente era Silas. Y el más antiguo de nosotros era el maestro Éderam. Formamos el consejo de la orden durante poco más de dos años. Hasta que, por desgracia, la vida de Éderam llegó un día a su fin. Decían los rumores que había cumplido más de ciento cuarenta años. Yo creo que apenas rozaba los noventa, pero una longevidad inusual, aunque simulada, engrandecía su aura enigmática. Y, aunque la verdadera edad quedó siempre en el misterio, el peso de la vejez se había hecho notorio en su rostro durante sus últimos meses.
Después de que falleciera, seguimos la tradición que ha estado vigente durante milenios. El poder ancestral que poseía fue sellado en el interior de una esfera de cristal, donde permaneció durante veintiún días. Los tres primeros, lloramos su muerte, encerrados en nuestras habitaciones, a oscuras y sin nada que comer ni beber. El cuarto día, llevamos a cabo el ritual de cremación. Así, el cuerpo de Éderam se fundió con la energía del universo, pasando a formar parte de un todo en el que perviviría para siempre. Así, el periodo de duelo dio paso a un gran banquete, en el que saciamos nuestra hambre y nuestra sed, compartimos palabras los unos con los otros, reímos, bailamos y cantamos, todo ello en memoria de Éderam. Después de llorar su pérdida, había llegado el momento de celebrar la impronta que había dejado en nuestras vidas. A partir de ahí, La Hermandad siguió su curso. Pero aún faltaba algo más por hacer. El consejo debía nombrar a un nuevo guardián y, por ello, al cumplirse el vigésimo primer día, convocamos a los magos más aptos para suceder a Éderam: Astra y Cassius.
Silas había descubierto la nobleza en el corazón de tu padre desde el mismo instante en que ingresó en la orden. Se convirtió en miembro tan solo dos años después que yo. Muy hábil e inteligente, siempre me pisó los talones. De hecho, nos convertimos en preceptores de La Hermandad al mismo tiempo. Cassius era tan sobresaliente que, cuando mi predecesor murió, ni siquiera estuve seguro de que me elegirían para sucederlo. Pero supongo que las cosas siguieron su curso natural. Ambos éramos los dos miembros aventajados de la orden, y yo gozaba de mayor antigüedad que él. De modo que me convertí en guardián, y siempre pude contar con el apoyo y la confianza de tu padre. Muchas de las decisiones más difíciles que hube de tomar fueron acertadas gracias a los consejos de Cassius. De algún modo, siempre sentí que él hubiera merecido ese título más que yo. Por eso, cuando Éderam nos dejó, supe que había llegado el momento de reconocer su valor y lealtad a la orden. Con Cassius formando parte activa del consejo, se abría ante nosotros un futuro brillante.
Sin embargo, hubo una joven hechicera que no tardó en hacerse notar desde el momento en que ingresó en la orden. Yo le fui asignado como preceptor, años antes de convertirme en guardián, aunque compartí con Cassius la labor de su entrenamiento. Era tan extraordinaria que, para cuando fui ascendido, ella ya había alcanzado el rango de preceptora. Su nombre era Astra, y sus habilidades eran tan notables que hubimos de tenerla en cuenta en la deliberación.
Editado: 30.12.2023