Aquella tarde, Álex recorrió los pasillos más solitarios de la orden, esmerándose en que nadie lo viera dirigiéndose hacia la parte de atrás. Fue un alivio que Iris estuviese metida en la biblioteca sin la más mínima intención de salir, aunque todavía le quedaba mucha gente a la que evitar en su trayecto. No obstante, eso era algo que ya había hecho varias veces, en cada oportunidad en la que Dreiss había abandonado la orden —aunque también se había arriesgado estando por allí alguna que otra vez—, y sabía muy bien por dónde debía discurrir para que nadie lo viese. Pese a ello, era consciente de que no podía bajar la guardia. Y, a pesar de que tenía una excusa lista para usar, llegado el momento, prefería no correr el riesgo de que alguien no se la creyese. Lo último que quería era que Dreiss descubriera lo que estaba haciendo a sus espaldas.
Por fin, alcanzó la ventana más alejada, al extremo del último pasillo. Una que él había roto a propósito para que el mecanismo no acabase de encajar, de forma que pudiera abrirse desde fuera cuando regresara. Se impulsó en el reborde con las manos y sobrepasó de un salto el alféizar, para luego caer varios metros al vacío y rodar por el suelo para amortiguar la caída. A continuación, se adentró hacia el tupido muro de matorrales que flanqueaban la orden, caminó junto a las elevadísimas paredes del despeñadero y siguió el reborde hasta llegar a un viejo establo contrahecho. Debía llevar ya décadas sin recibir la visita de nadie más que la suya, a juzgar por las inmensas telarañas que adornaban sus rincones. En la parte más profunda de este, apartó unos tablones de madera, que ocultaban tras de sí un oscuro recoveco. De él, sacó una vieja motocicleta, la cual le había comprado a un tipo en el pueblo, hacía ya algunos meses. La arrancó con la dificultad que entrañaba un motor ya correoso por el paso del tiempo, y se lanzó a recorrer los caminos que se alejaban de la orden. Desde allí, seguía las calzadas de tierra por algo más de veinte kilómetros, para luego incorporarse a una vía asfaltada, aunque estrecha y llena de curvas, con la que tenía que lidiar unos cincuenta kilómetros más. La otra mitad del viaje, por suerte para él, ya era una carretera, más o menos recta, que le permitía circular a gran velocidad. Aun así, nunca había conseguido hacer el trayecto en menos de una hora y media.
Cuando llegó a la ciudad, se apartó hacia un bar de paso que había a las afueras. Un lugar lo suficientemente discreto para verse con la persona a la que esperaba. Lo habitual era que ya estuviese allí para entonces, sin embargo, aquel día pareció que se retrasaba. De modo que el joven pidió algo de beber en la barra y se lo llevó hasta una de las mesas, la que parecía ser la más retirada del fondo. Allí, vio pasar el tiempo sin que nadie apareciese, y, cada vez que sonaba la puerta, miraba con rapidez para llevarse una nueva decepción. Después de casi dos horas, había pensado ya varias veces en marcharse. Sin embargo, un resquicio de esperanza se empeñaba en mantenerlo pegado a la silla, a pesar de que no contestó a ninguna de las llamadas que le hizo.
Por fin, un hombre que estaba sentando al otro lado del establecimiento, y que había estado todo el tiempo con el rostro oculto tras un periódico, lo dejó caer sobre la mesa, revelándole su identidad. Álex solo le había echado alguna que otra mirada de vez en cuando, sin más interés que lo anecdótico de que no llegase siquiera a cambiar de posición. Pero, cuando lo vio, no pudo evitar que se le desencajara la mandíbula.
En un primer momento, no estuvo muy seguro de lo que debía hacer. Un sudor frío le resbalaba por la cara y se le habían secado los labios. Sin embargo, decidió echarle coraje y se acercó hasta su mesa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó—. ¿Dónde está Dani?
—Tu hermano no va a venir, Álex —le respondió, sin levantarse de su asiento, con los codos apoyados en la mesa y los dedos entrelazados por delante de la barbilla—. Nunca más vendrá.
—Dani ya es mayor, no puedes prohibirle que nos veamos.
—Cierto. —El hombre se reclinó en el respaldo—. Por eso no le he prohibido nada. Solo le hemos hecho entrar en razón.
—Ya —carcajeó Álex—. ¿Y cómo lo habéis hecho? ¿Con esas amenazas vuestras del castigo eterno?
—¡El Señor condena la brujería! —exclamó, dando un golpe sobre la mesa.
—Yo no pedí esto, maldita sea —replicó, apretando los dientes.
—Pero sucedió, y eso es porque el mal está dentro de ti. —El hombre suspiró y se pasó las manos por el rostro, como si estuviese tratando de apaciguarse—. Escúchame, Álex. Tu hermano está sacando muy buenas notas en la universidad, tiene una novia estupenda y la vida le trata bien. Tanto su madre como yo pensamos que tiene un futuro brillante, y lo único que te pedimos es que no se lo arruines. Así que aléjate de él. Aléjate de todos nosotros.
—Ya me alejasteis de vosotros cuando solo era un niño —repuso él, con los ojos brillantes—. Y ahora también queréis alejarme de Dani y de Sara. No podéis hacerme esto. Ni a mí, ni a ellos.
—Sara aún no había aprendido a caminar cuando te marchaste. Ni siquiera te recuerda. —El hombre se cruzó de brazos y dijo—: Para ella, Dani es el único hermano que existe.
—Sigo siendo vuestro hijo, papá.
—Dejaste de serlo el día en que trajiste la maldición a nuestra casa. Al menos, deberías estar agradecido de que te buscásemos un hogar.
—Me dejasteis abandonado en la orden como si fuera un perro. Pero eso es lo que ha hecho siempre la gente como tú, ¿verdad?, abandonar a su suerte a los que sufren.
—No te pido que lo entiendas.
—Y espero que nunca lo hagas, porque jamás podré entender algo así. —Álex se tomó un momento para recomponerse y, luego, sacudió la cabeza—. En el fondo, tienes razón. Debería agradeceros que me abandonaseis en la orden. Al menos, allí he encontrado a una familia que me entiende y me protege. Dreiss ha sido el padre que necesitaba, y los chicos se han convertido en mis hermanos. Incluso he encontrado el amor en ese lugar. Así que, al igual que a Dani, la vida me está tratando bastante bien.
Editado: 30.12.2023