Los Guardianes de la Hermandad: Cenizas

Epílogo

Álex caminaba solo a través de un desierto vasto y desolado, soportando un sol ardiente que le abrasaba la piel. No sabía cómo había llegado hasta allí, ni tampoco hacia dónde se dirigía, pero sentía un hormigueo que le recorría las piernas, una sensación irrefrenable que le empujaba a moverse en una única dirección.

Caminó durante horas sin parar, y, cada vez que miraba al cielo, el sol no se había movido del sintió en el que estaba. Hasta que, de repente, como si fuera una luz en el techo de una habitación, el astro se apagó. Una corriente gélida recorrió el desierto y, pronto, la noche helada cayó sobre él. Encogido sobre sí mismo, mientras su mandíbula castañeteaba por el frío, continuó sin descansar.

Así, los días y las noches se sucedieron, mientras que el cansancio y la sed iban haciendo mella en su cordura. Las ampollas de sus pies hicieron que cada paso se convirtiese en un suplicio. Y el desaliento terminó por hacerlo desfallecer.

Cuando volvió a abrir los ojos, escupió la arena de la boca, y vio las palmeras en la lejanía, que se erguían sobre un manto verde, alrededor de un manantial. El sol se reflejaba en el agua, dando lugar a un destello blanco que casi le cejaba la vista. Con un soplo de esperanza, se puso en pie, y avanzó renqueante hacia el oasis. Llevaba cinco días sin beber, y la deshidratación ya le era insoportable. Sin embargo, cuando casi estaba a punto del alcanzar el agua, el espejismo se desvaneció ante sus ojos. Aun así, Álex caminó hasta el lugar, incapaz de darse por vencido. Se dejó caer de rodillas, llevado por un suspiro de amargura, y agarró la arena con las manos. No había nada, solo el polvo que se resbalaba entre sus dedos.

Ya no podía aguantar más. De modo que se acurrucó en lo alto de la duna, donde se dispuso a dejarse morir. Tenía tanta sed que sabía que sería cuestión de horas que el sol lo matase. Aun así, el cosquilleo de las piernas, que se hacía más y más intenso, cuanto más tiempo se paraba, le obligó a abrir los ojos una última vez. Entonces, se dio cuenta de que la luz que parecía reflejar el agua del oasis no había sido la del sol, sino la que provenía de un resplandor que despuntaba tras una gran roca solitaria.

Casi sin fuerzas ya para seguir, el joven se tambaleó con las piernas temblorosas. Los pies le ardían, y cada músculo de su cuerpo luchaba por no desfallecer. Pese a que la roca estaba a poco más de quinientos metros, le costó casi media hora y varías caídas alcanzarla. Hasta que, por fin, se internó en su luz, y esta le cegó los ojos.

Cuando recuperó la vista, su cuerpo se tambaleó al filo de un acantilado. Al fondo del imponente abismo, el oleaje rompía contra las piedras, tiñendo el agua con su blanca espuma. La brisa cortante le removía la ropa, mientras escuchaba el graznido de las gaviotas en la lejanía. De algún modo, se sintió en paz. Por fin, había desaparecido aquella sensación que le obligaba a caminar en un impulso irrefrenable.

Contempló las vistas por un largo rato. Le maravillaba ver cómo se fundían el cielo y el mar, mientras que el sol resplandecía sobre el agua, y su reflejo parecía diluirse en ella. En cambio, el regocijo que sentía terminó por transformarse en un sentimiento de profunda soledad. Así pues, decidió darse la media vuelta y adentrarse hacia la tierra firme.

Tuvo la sensación de que se encontraba en una isla, aunque no lo pudo asegurar. En la dirección en que se movía, una bruma ligera le ocultaba el horizonte. Caminó sin parar durante unos minutos, limitándose a seguir el rumbo que le dictaba el azar. Iba campo a través, recorriendo unas llanuras solitarias en las que no había otra cosa más que la hierba. No había árboles ni arbustos, ni animalillos moviéndose entre el verdor. Ni siquiera piedras salpicando el suelo. Sin saber a dónde dirigirse, decidió detenerse en mitad de la nada, y echó un vistazo en derredor. En ese momento, vio a lejos una figura que se emborronaba en la neblina. En un primer momento, no supo decidir si se acercaba o se alejaba de él. Sin embargo, darse cuenta de que su imagen cada vez se hacía más nítida, le permitió anticipar que se estaba aproximando.

Un hormigueo le recorrió la espalda hasta erizarle el vello de la nuca. No estaba seguro de las intenciones que traía, y se debatió entre aguardar a su llegada o huir al abrigo de la bruma. No supo si fue el valor o el miedo lo que lo mantuvo firme dónde estaba, pero no se movió hasta que la figura llegó hasta él, oculta bajo una túnica vieja y raída.

—¿Quién eres? —le preguntó Álex—. ¿Dónde estoy?

—En todas partes, y en ningún sitio al mismo tiempo.

—¿Y qué es lo que quieres de mí?

—He venido a tu encuentro porque temí que fueras otra persona. Alguien que he sentido muy cerca de aquí, y con quien tú pareces tener una conexión especial.

El hombre se retiró la capucha. Era más alto que Álex, y, con el rostro encuadrado entre una barba densa y grisácea, lo miró con unos ojos azules que parecieron atravesarlo. Aquella mirada intensa rebosaba control y sabiduría, aunque el brillo de coraje que desprendían sus ojos le resultó familiar.

—Debemos irnos —prosiguió—. Aquí no estamos seguros.

—¿Es que huimos de algo? —quiso saber el chico.

De repente, el hombre elevó la vista al cielo, y pareció sobrecogerse ante una sensación fría que Álex también pudo percibir.

—Están llegando.

—¿Quiénes?

—Devoradores de almas —dijo, clavando de nuevo su mirada en los ojos de Álex—. Debemos irnos ya.

El hombre dio media vuelta y comenzó a caminar en la misma dirección en que había venido. Le había hecho un gesto a Álex para que lo acompañara. Sin embargo, el joven se quedó clavado en su posición e insistió desde allí:

—No has respondido a mi pregunta.

El misterioso desconocido giró la cabeza, mirando hacia atrás por encima del hombro.

—Mi nombre es Cassius —le dijo—, y me temo que estás muerto.



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En el texto hay: intriga, accion, magia

Editado: 30.12.2023

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