—No son más que unos mocosos sin ningún valor —respondió Valentino Florenci cuando le preguntaron acerca de los hermanos D’angelo.
—Se dice que se han hecho de gran poder. —Enzo Bencci estaba sentado frente a él y todos los demás en una mesa ovalada que abarcaba toda la habitación. El humo del tabaco y el olor a alcohol abundaban en el lugar.
—No son más que patrañas escupidas por algún periódico que se deja comprar por las noticias falsas —comentó Alonzo Bianco.
—Lo más inteligente sería prepararnos para cualquier tipo de situación con la que nos podamos llegar a encontrar en el futuro, más vale prevenir que lamentar —añadió Alessandro Santoro.
—Estamos aquí reunidos los jefes de las familias más poderosas de toda Italia. ¿Nos estamos asustando por dos malcriados hijos de perra que no pudimos matar hace casi treinta años? —Florenci dio un gran puñetazo a la mesa, haciendo retumbar los vasos de whiskey y las fichas que había sobre ella.
Un par de prostitutas desnudas acompañaban a los hombres, sentadas en sus piernas o masajeándoles el cuello.
—Mandarles un ataque rápido, veinte hombres directos a la casa de ambos para deshacernos de los D’angelo de una vez por todas.
—Es lo más inteligente que has dicho esta noche Enzo —dijo Alessandro.
—Aún recuerdo cuando maté a la perra de su madre —añadió Valentino—, recuerdo sus gritos cuando la violaban varios de mis hombres a la vez…
—Ya se ha puesto gráfico, vámonos, mi amor —ordenó Alonzo mientras se levantaba y se llevaba a la prostituta junto con él—. Me avisan cualquier cosa que planeen. —Y salió de la habitación.
—Siga contando —insistió Alessandro.
—Cuando le desgarramos la vagina a esa hija de perra recién parida la llenamos de agujeros de bala hasta por el coño —reía.
—¡Ja! Qué zorra —añadió Enzo.
—¿Qué hará con los hombres que no pudieron matar al hijo de perra de Miguel Rinaldi? —preguntó Alessandro.
—Ya los he mandado a flagelar, justo en estos momentos los desgraciados deberían estar al rojo vivo.
—Mandemos una carta, sí, una carta hermosa, felicitándolos sarcásticamente por su ascenso en el poder —sugirió Enzo.
—Y después, esa misma noche ataquemos a los bastardos sin piedad.
—Que buena idea —señaló Florenci—, haré que la escriban esta misma noche. Prepararé a los hombres para que lleguen junto con ella a Estados Unidos.
—Infórmanos de cualquier cosa, socio. —Alonzo tenía sus dedos dentro de la mujer que tenía en sus piernas.
—Así será.