– Estén listos muchachos–. Grito Irilio mientras se ajustaba su pechera y ponía el cargador en su cuerno de chivo bañado en oro y bendecido por el mismísimo cardenal de Michoacán.– Nuestra señora dijo que solo uno de nosotros caerá hoy, hagamos que se equivoqué por primera vez y vivamos todos. Éste es el pueblo de nuestros padres, nuestros abuelos y los padres de nuestros abuelos. Aquí nacieron nuestros hijos y también aquí comenzó nuestro imperio, no podemos permitir que estos bastardos con sus drogas químicas vengan a tratar de estupidizar a nuestros jóvenes e imponer su ley. ¡Está es nuestra tierra! No permitiremos invasores–. Irilio daba el acostumbrado discurso a sus muchachos antes de la batalla. En verdad se creía un general y es que por sus años de experiencia y sus campañas ganadas bien pudieran darle ese título.
Irilio era el jefe de cartel que dominaba casi toda la sierra, la zona lacustre y la meseta purépecha del este del estado de Michoacán y volvía después de muchos años de ausencia a su pueblo natal. La hechicera del pueblo le había informado de un grupo armado denominado los ratones que intentaba vender drogas químicas en la zona. Le había pedido venir junto con el grupo elite del cartel Zambrano para acabar rápido y de una vez con la amenaza. Irilio Zambrano siempre hacia lo que su hechicera le decía ya que a lo largo del tiempo le había demostrado siempre tener predicciones acertadas, desde el día que vaticinó la emboscada en la que el capo solo saldría con un balazo en el hombro, hasta la fecha exacta del atentado que cobraría la vida de Rodrigo Zambrano, hermano de Irilio y segundo a la cabeza del cartel.
Los "Zambos", cómo se hacía llamar el equipo elite del cartel se encontraba en posición. Diferentes grupos acechaban las ya ubicadas cuatro casas en las que los ratones habían establecido sus escondites y solo esperaban la orden del capo para atacar. Un disparo rompió el silencio seguido por el grito de un hombre que caía desde la ventana de una casa con la mitad del cráneo desaparecido por la magia de una calibre cincuenta.
Los cuernos de chivo retumbaron mientras los habitantes del pueblo corrían a resguardarse lo más lejos posible de las balas. Cuerpos, sangre y restos de masa encefálica inundaban el piso mientras los ratones corrían de un lado a otro tratando de salvar sus vidas, pero los Zambos tenían la orden de acabar con todos.
Mientras una camioneta llena de ratones trataba de huir por una de las avenidas principales, una pequeña niña que apenas lograba hablar se escapó de los brazos de su hermana para salir corriendo detrás de su pequeño gato. Una lluvia de balas caía sobre la camioneta provenientes de diferentes puntos y justo delante, en la intersección de Juárez y Lázaro Cárdenas, los estaba esperando un retén, con nada más que Irilio "El capo" Zambrano a la cabeza.
– Están a punto de llegar a su posición jefe, hasta ahora no se reportan bajas de nuestro lado y ellos son los últimos que quedan–. Sonó una voz por el radio.
– Aquí estoy esperando a esos malditos, van a lamentar el día que entraron a mis tierras–. Respondió el capo y soltó el botón del aparato. – ¿Lo ve mi señora? Le dije que esas basuras no podrían si quiera tocar a uno de mis hombres–.
– Yo nunca me equivoco Irilio–. Respondió la mujer a su lado.
En la distancia se asomó el cofre de la camioneta tratando de huir, el capo apunto su lanza granadas y espero. Por la avenida cruzo un gato y detrás de el, una pequeña niña corría ignorante de la guerra que se libraba a su alrededor.
Un desgarrador grito interrumpió por un momento el ensordecedor clamor de las armas y la mujer que se encontraba a lado del capo se abalanzó hacía la niña con una velocidad inhumana. En la camioneta, el jefe de los ratones era consiente de su inminente muerte, un par de siluetas se dejaban ver un poco adelante en el camino y sin más esperanza, el ratón decidió que al menos alguien se iría con el esté día al infierno. Apunto su arma y justo antes de que un silbido seguido de un fuerte estruendo hiciera exportar su camioneta, disparó.