Los pecados de nuestras manos

Capítulo 6 Ep. 1 - "Incertidumbre"

Presente. O como suele decirlo: Aquí y ahora.

Todo lo que había vivido hasta hoy, su cabeza lo repitió como una película hasta que finalmente, tanta reflexión lo condujo hasta este único instante. Hasta él.

Casualidad, conspiración o destino… ya no importa. Solo ahora le queda la certeza de que todos esos caminos, terminaban hasta este espectro sonriente de todos modos.

—¿Ya trajiste todos tus juguetes? Fue muy inteligente, es algo menos de qué ocuparme —dice el hombre.

Aion no responde. Sus ojos se dirigen a la pistola mientras maldice mentalmente, cuestionándose si en verdad cometió tantos errores como para que los federales, y ahora este hombre que también lo llamó «Sam», finalmente dieran con él. Y es que todo se fue al diablo desde que Gris se metió en su vida, moviendo piezas clave en sus pensamientos hasta que él empezó a sentir que se conocía cada vez menos a sí mismo.

El hombre sonríe, pero no de una manera maliciosa: sonríe mostrando sus dientes, como si estuviese feliz de verlo, como habiendo esperado este momento desde la oscuridad, durante mucho tiempo. Y eso lo embrolla aún más.

»Estás tan pálido y tieso como mi trasero después de mi tratamiento semanal con barro de arcilla. ¿Es porque estoy apuntándote con esto? —pregunta el espectro, haciendo ademán hacia el arma que sostiene—. Lo entiendo, normalmente eres tú el que apunta y dispara, no de ese lado ¿verdad? Bueno, la guardaré solo si me prometes que serás un buen muchacho ¿estamos? —Aion lo mira fijamente, reacomodándose en el asiento—. Bien, entonces nos vamos.

El sujeto de tez clara y cabello oscuro inspira y se toma su tiempo para ubicarse en el lugar del taxista. Primero sube una pierna por encima de la caja de cambios mientras su cabeza se restriega contra el techo del coche y cruza por delante del pobre hombre desvanecido. Se le pone la cara roja y refunfuña algo ininteligible, empujando y amoldando al tipo en el asiento contiguo mientras Aion contempla esa extraña situación, siguiendo sus maniobras con los ojos.

»¡Uf, amigo qué es lo que comes! —exclama el hombre por fin frente al volante, y se seca la frente volteándose para mirarlo de arriba abajo—. No te preocupes, no está muerto. Ahora, el cinturón de seguridad, úsalo.

Aion obedece como si no pudiese evitarlo. Algo en él le dice que no es buena idea ir en contra de la autoridad que este hombre destila, su presencia dominante que asfixia. El auto emprende su marcha hacia el sureste, por una pequeña calle que kilómetros más allá se convierte en un camino de tierra, y luego vira hacia el sur alejándose cada vez más de la ciudad.

»Así que ¿estás en problemas, pasmado? —pregunta el sujeto, cuya voz es profunda y sosegada, mirándolo desde el retrovisor—. Vamos, anda. Dime algo, Sam.

—¿Por qué me dice así?

—¡Ah! Eso es porque me gusta ponerle nombres casuales a la gente. Yo miro a las personas, observo sus rasgos y digo: «Sí, tú pareces un Pedro». No es para nada personal por si te lo preguntas —fanfarronea el hombre empezando a reír solo—. No es verdad. No me conoces, pero yo sé todo de ti.

—¿Y usted conoce a Gris?

—Perdón, ¿a quién o qué?

—Gris Ledes…

—¡Oh, Gris!, ¡claro!, ¡Gris Ledesma! —el hombre exclama de forma exagerada golpeándose la frente con la palma de la mano—. ¿Cómo podría olvidar a tan particular y adorable personita, rubia de metro sesenta y tres, talla dos, que vive sobre la calle cincuenta y seis a treinta minutos del Instituto donde aparentemente está estudiando junto contigo?

»Claro, claro, sí… Creo ya recordé a Gris Ledesma. Ella te ha estado siguiendo de cerca, ¿eh, galán? —dice asintiendo con una gran sonrisa y cruza los ojos de Aion en el retrovisor. Entonces suelta un resoplido de ironía—. Qué irritante mujer, de verdad. Qué irritante. Le di un pequeñito susto antes de venir por ti. Debe estar cagada de miedo.

El hombre ríe y Aion pretende violentar el seguro de la puerta, ahora más desesperado al darse cuenta de que está encerrado con un completo lunático. Pero el taxi frena de lleno, haciendo que todo su cuerpo se balancee hacia adelante, y el hombre tiene el arma apuntándole a la cara en un parpadeo.

»Mejor te calmas, agóri. No quisiera abrirte el cráneo en dos y meterte una bala en ese jugoso cerebro que traes puesto. —Aion titubea un segundo, su respiración se torna errática. Intenta abrir la puerta de nuevo, pero el hombre desbloquea el seguro de su arma y le advierte:

»Te me quedas quieto.

Aion sostiene su severa mirada y aprieta su mandíbula sabiendo que está en una gran desventaja. Su secuestrador sale del auto y lo rodea para abrirle la puerta, y con autoridad y solidez le ordena bajarse. Otra vez, como si no pudiese protestar contra él, Aion acata la orden y sale.

Alrededor no hay más que campos de hierbas altas, fincas y árboles en fila. A unos pocos metros más adelante, un brillante coche negro que parece nuevo atraviesa el camino. Yace allí con las ruedas torcidas y la puerta abierta, y se ve magnífico en esa posición similar a las que usualmente se aprecian en alguna exclusiva revista para su promoción. Es obvio que alguien lo dejó allí con el propósito de que ellos continuasen su viaje en él.

»Tus cosas. —El hombre hace una señal de «muévete» con el arma, y él voltea un momento para verlo bien.




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