Las raíces se filtraron entre
la ranura de mi ventana,
dulces, llenas de vida y belleza.
El cielo azul y brillante
me recordaba que
ya estamos en verano.
La brisa fresca...
Más en mí el invierno no
había acabado, todo mi
entorno me pedía a gritos sonreír,
más yo sólo esperaba la
noche para deshacerme
en su oscuridad;
quise tantas veces
volver a ser luz.
Quise tanto, pero mis
manos no retuvieron nada.
Las aves se fueron volando
despedazando mi cárcel,
herida, cubierta por pétalos
rojos me dejé asfixiar.
Las pestañas de mis párpados
se tornaron blancas de tanto pensar.
La nieve tiñó mis cabellos,
un traje largo cubrió mi piel
desnuda, más bajo la tela había frío,
tanto que mi carne se
quebraba en miles de retazos
que destellaban mi agonía
en todo su esplendor.
¿Cómo puede haber
invierno en verano?
Eso susurré antes de
ser cubierta por hielo.
Bajo aquellas capas vi el
sol brillar fuerte, y observé
las raíces intentando alcanzarme...
Los cielos me recriminaban,
la tierra temblaba por dejarme caer.
Moribunda fantaseé con
el sonido de las olas, risas
envueltas en la arena, y unos
ojos cálidos fundiéndose en mi dolor.
Lloré un par de veces
incluso después de la
muerte, te miré intentado
recordar tu provenir.
Pero eres débil, decidiste
quebrarte, optaste por
tomar el camino lodoso,
y sonreíste amargo.
Casi, tu sonrisa era
como oler alcohol...
Si fuiste un amor para mí,
mi maldito espejismo o
aquel chico de los dibujos...
No lo sé, aún ardiendo en
el fuego, en el sepelio de mi
propio ser, esa amargura la
reemplazaré por dulzura.
Es lo que me queda,
vivir bajo el sol estando en invierno.
Caminar sobre mi propia oscuridad.
—Para el chico de los dibujos.