Escuché el rugido del
león al despegar el avión.
Determinado corrió entre
las nubes hasta alejarse para siempre.
Caminé lento bajo su
sombra, y sin aliento quise
alcanzar el blanco algodón
deforme del cielo.
Su pálido celeste quiso
acercarme al adiós. Y las cortinas
taparon mis pupilas para
sumergir la oscuridad en el
sueño de un viaje a ese
más allá misterioso, emocionante.
Porque nunca salí del territorio
nacional, para probar la
frescura de un viento frío
en algún paraíso del viejo continente.
Las yemas de mis dedos
rozaron la cálida piel
bajo el abrigo, atontada,
ilusionada por la aventura
de una noche, quizás de un verano.
Los romances vividos, besos
franceses acumulados en
la punta de una torre
plagada de mentiras
transformadas en verdades disueltas.
Un pulgar levantado
deteniendo las llantas que
pisan el asfalto sin piedad.
Entre heno, las cuerdas de
una vieja guitarra, con la
lengua afuera saboreando
las gotas dulces del
triste firmamento.
Porque fuimos así, las
antiguas yo quinceañeras
que con grandes esperanzas
narraron sus más secretos sueños.
Hoy, en la cúpula de su
juventud sonríen alegres,
observando el paraíso
alejarse metálicamente en la distancia.