"Hubo un tiempo, milenios atrás, en que la luz y la oscuridad trabajaban juntas para alcanzar un objetivo común: guiar y ayudar a los humanos en su paso por la Tierra. Con esa misión fueron concebidos ángeles y demonios, y se esforzaban día tras día en emplear las fuerzas que les fueron confiadas para el bien de los seres que custodiaban.
Podría decirse que incluso se complementaban, y donde una no tenía poder la otra la sustituía. La destrucción daba paso a la creación, de la misma manera en que el día sucedía a la noche. La muerte no se aparecía antes de lo estrictamente necesario, y la vida era siempre hermosa y placentera. Todo se mantenía en un apacible equilibrio.
Pero una balanza estable requería un poder repartido por igual entre luz y oscuridad. Y algunos no se conformaron con la mitad de una energía inconmensurable. Comenzó a propagarse la creencia de que si deseaban más poder solo debían debilitar al adversario. Sabían que, al ser sus fuerzas opuestas, la prosperidad de un reino significaría la decadencia del otro, pero no les importó. Y ninguno iba a permitir que fuera su esencia la que se debilitara.
Se sucedieron incontables guerras en las que ambos reinos trataron de inclinar la balanza a su favor. La lucha por el poder les corro..."
Sadira está absorta en la lectura pero de pronto un hombre de avanzada edad le toma el libro y lo cierra bruscamente. La joven da un respingo del susto; no se esperaba que volviera tan pronto. Alza la mirada y observa el atuendo del señor que la ha importunado: una túnica blanca que le llega hasta prácticamente los tobillos –la vestimenta tradicional–, y que hace juego con su larga barba canosa.
—Te he dicho mil veces que no puedes leer los libros de este estante. Es más, ni siquiera deberías estar en la biblioteca —pese a su intento, Marx no suena demasiado tajante. Al fin y al cabo, sabe que lo volverá a hacer en cuanto se le presente la ocasión.
—Los demás no me interesan —se limita a decir.
El hombre le dirige una mirada disconforme. Después, echa un vistazo rápido a la biblioteca, avanza por unos cuantos pasillos y rápidamente escoge un libro que piensa le pueden atraer. Lee el título:
–Con qué conjuro iniciarse en la magia. Suena interesante, ¿no crees? –Sadira hace el gesto de ir a decir algo pero Marx se le adelanta—. Oh, no. Que va. Este de aquí es mucho mejor: Las infinitas capacidades del poder de la luz: Cómo descubrir la tuya. ¿No quieres averiguar qué clase de ángel eres, Sadira?
Sadira achina los ojos con pesadez. Tuvieron una conversación parecida hace unos pocos días.
—Ya sé qué clase de ángel soy. De una muy especial, de hecho. De esa que se preocupa por entender el pasado.
Marx suspira. Parece que es de fastidio pero en su rostro se puede entrever una mueca de felicidad. Aunque intenta disimular, sus palabras le confieren cierta esperanza. Sadira sigue pensando en el escueto texto que ha alcanzado a leer:
—¿De qué lado está ahora la balanza?
—¿Cómo?
—Vamos, sabes de lo que te hablo.
Por supuesto que lo sabe, pero se piensa por unos segundos si quiere responder. Finalmente lo hace de forma indirecta.
—¿Y de cuál crees? No es que el cielo esté pasando por un buen momento precisamente.
Sadira sabe perfectamente a lo que se refiere. Hoy en día su reino podría considerarse en completa decadencia. Tanto, que el poder de muy pocos ángeles llega realmente a florecer. Ella misma es la prueba del declive de la luz: Sadira es la última nacida en años. Concretamente, en dieciséis. La Fuente de Luz está tan débil que ya no es capaz de dar vida a nuevos ángeles terrenales. Y sin nacimientos que releven a las generaciones perdidas, la población no hace más que acercarse a la extinción. Sadira enmudece al repasar la situación; Marx se da cuenta e intenta quitarle algo de peso al asunto.
—Hemos atravesado situaciones peores, eso te lo puedo asegurar. Pero sí es cierto que no nos vendría nada mal una ayuda extra —Marx se aproxima a ella y extiende sutilmente la mano sobre su corazón—, como esta que guardas por aquí y que estoy convencido será tan especial como su portadora.
Sadira sonríe divertida y le ofrece un afectuoso abrazo que el hombre agradece especialmente. Aunque lleva poco tiempo viviendo con Marx, se ha encargado de hacerle sentir como en un verdadero hogar. O al menos ella reconoce esa sensación como tal, porque es algo que no había experimentado antes.
El día de su nacimiento marcó su infancia de una forma tajante. El propio Marx se molestó en detallarle uno a uno los hechos que tuvieron lugar aquel fatídico día para el cielo ante la incansable insistencia de Sadira.
El chorro de luz que emanaba desde lo alto de la fuente comenzó a brillar con una fuerza especial, anunciando lo inminente: un nuevo ángel terrenal estaba a punto de completar su formación. Los nacimientos se producían con menor frecuencia en los últimos tiempos, de modo que el acontecimiento se recibió con gran alegría. En la base de la fuente, donde se acumulaba la luz, el bebé que antes yacía sumergido comenzó a hacerse visible. Su piel lucía tersa y reluciente, e iluminaba tanto como el primer rayo de sol de la mañana. Lo primero que examinaron los presentes, una vez el brillo se difuminó lo suficiente, fue la segunda mitad del diminuto ser: sus extremidades inferiores eran piernas, y no una cola, lo que dejaba entrever que no se trataba de un ángel del agua. Pero nada importaba.
Una vez alcanzó por completo la superficie abrió los ojos por primera vez. Resultó ser una niña de aspecto entrañable, que comenzó a soltar algunos balbuceos mientras sonreía a su alrededor. Los numerosos ángeles que se habían reunido para la ceremonia pasaron uno por uno a conocer al nuevo miembro. Como todos sabían, y como marcaba la tradición, un nuevo ángel significa un nuevo vínculo. El elegido pasaría a ser la persona que le criara y le inculcara sus valores, por lo que sería para el bebé lo más parecido a un padre o madre. La propia luz de la fuente se elevó en las alturas, llevando al bebé consigo y acercándoselo a los presentes. El primer ángel de la fila lo recogió y se lo quedó en brazos.