Los Terrenales

Capítulo 11 - Causa perdida

En el edificio de la Corte Celestial, los tres consejeros se disponen en el contorno de una extensa mesa redondeada. La habitación recibe tanta luminosidad que Sadira, situada frente a ellos, lee con dificultad el grapado de papeles que le han tendido sobre el tablero. La joven hace movimientos extraños con una mano para intentar frenar parte de la luz que irradia por la ventana, hasta que Sirio –ángel de la luz solar– repara en ello y con un leve chasquido la desvía permanentemente hacia una esquina de la estancia.

Sadira alza la vista agradecida pero no llega a emitir palabra. Después devuelve la mirada al documento, que comienza a leer detenidamente. Marx está sentado en medio de los tres con una pose expectante. Se le ve tranquilo y confiado, y hasta se podría decir que disfruta de la situación. No parece tener ninguna duda de que la joven acabará aceptando el acuerdo; a diferencia de Assia y Sirio, que se miran inquietos desde los extremos.

Sadira pasa las hojas una y otra vez como si esperara encontrar una información diferente en cada ocasión. Pero el contenido siempre es el mismo, y lo cierto es que no da lugar a interpretaciones. Ojea por última instancia el formato del contrato: los cuatro folios que lo conforman exponen una fila interminable de los motivos, argumentos y pruebas necesarias para defender y justificar una última frase final, debajo de la cual debe firmar:

"Sadira Oren se compromete a abandonar los límites habitables del Cielo una vez su presencia ya no sea requerida en el lugar. Durante el tiempo que se prolongue su estancia, deberá poner a disposición de los gobernantes tanto sus habilidades de guardiana, como sus poderes relativos al dominio de la oscuridad o toda la información que disponga sobre la zona negra".

Deja caer el documento sobre la mesa y dirige a los consejeros una mirada vacía, como de decepción. En el fondo espera que reculen, que den su brazo a torcer. Pero de sus bocas no sale una sola palabra de indulgencia. Saben a la perfección que su ofrecimiento no es justo ni moral, pero eso es lo máximo que están dispuestos a doblegarse. Al fin y al cabo, permitir que un ángel oscuro viva en la Ciudadela, aunque sea por un pequeño lapso de tiempo y con claros beneficios para el reino, no será nada bien recibido por la población.

Lo que Sadira saca en claro del acuerdo es que su tiempo en la zona que baña la luz se acabará en el momento en que ellos así lo dictaminen. Sabe que Abali no estaría dispuesta a aceptarlo porque no se parece a nada de lo que hablaron. Lo que la zona negra buscaba era que ella misma tuviera el control de la situación: que fuera Sadira quien decidiera qué objetos entregaba, cuándo lo hacía y a cambio de qué. Eso le concedería el tiempo suficiente para llegar hasta Marx, hasta la inflexible coraza que le protege el corazón.

Pero en el momento en que firme el contrato, las riendas de su destino pasarán a ser propiedad de los gobernantes. Y entonces, deberá limitarse a proporcionarles todo cuanto pidan y en cuanto lo pidan, y en el instante en que se niegue, que será más pronto que tarde, se acabó. De vuelta a la oscuridad, a vivir entre sombras. De algún modo sabe que sólo conseguiría retrasar lo inevitable. Si esa es la realidad que tiene que afrontar, ¿por qué no hacerlo ya, antes de perder todo cuanto tiene?

Le basta con alzar la vista para autorresponderse. Marx le dio una vida digna cuando todos la repudiaban por ser "la desvinculada que abandonó el cielo". Y si hizo lo que hizo fue porque vio algo especial en ella que valía la pena salvar. Demostrarle que aún lo conserva es el motor de su existencia. Pero no piensa ceder tan fácilmente.

—Será un placer... —Sadira agarra un bolígrafo y lo dirige al fragmento de folio que espera su nombre. Pero antes de deslizar su punta sobre el papel, lo deja caer rodando por la mesa— Ver cómo perdéis la guerra otra vez. Porque eso es lo que os pasará sin mí.

Se levanta decidida y se encamina hacia la puerta. Pero avanza con pasos escuetos, con la esperanza de que alguna voz la detenga. Es un farol y Marx lo sabe bien, que ha alzado la palma de la mano en señal de silencio. Sadira hace el gesto de empuñar la manecilla de la puerta para abandonar la habitación, pero ese movimiento no llega a efectuarse. En su lugar, deja caer, rendida, la cabeza sobre la pared emitiendo un golpe muy sonoro.

Transcurre en esa posición unos pocos segundos. Después, la joven retorna a su asiento con la cabeza gacha. Y es que por despótico que suene el acuerdo, la alternativa es aún peor: rendirse.

Empuña de nuevo el bolígrafo, pero esta vez con la humilde intención de escribir con él. Redacta su nombre sin mayor preámbulo. Después, les tiende el contrato a los consejeros deslizándolo sobre la mesa. Sirio lo recoge y Assia le coloca uno más en su lugar.

—¿Otro? Ni de broma —intenta hacerse con el primer contrato pero Sirio se lo impide. La joven se desespera—. ¡Anulo el acuerdo! ¡Lo revoco!

—Sadira.

Una mísera palabra, procedente de Marx, es suficiente para calmar a la chica. Es la primera vez desde hace más de un año que Sadira le escucha pronunciar su nombre. Suena bien. El hombre recoge el papel que Assia había dejado sobre la mesa y le echa un vistazo, aunque conoce su contenido a la perfección.

—Solo son una serie de cosas que debes comprometerte a no hacer.

—Déjame adivinar... —Sadira rueda los ojos y finge pensarse la respuesta— Primera cláusula: no utilizar oscuridad.

—En realidad, esa es la segunda —precisa Sirio—. La primera consiste en no mantener ningún contacto con los habitantes del cielo.

—Exceptuándoos a vosotros, supongo.

A decir verdad, el cumplimiento de ese término no le supone ningún contratiempo. Al fin y al cabo, solo le interesaba tener acceso a Marx, y eso no se lo impide.

—Podrás dirigirte a los consejeros si así lo consideramos oportuno —pese a su intento, Marx no suena demasiado severo al articular estas palabras—. En cuanto a la segunda condición... sólo rige aquí, en la Ciudadela. Fuera seguirás teniendo libre albedrío en cuanto al uso de tu oscuridad.




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