Los Terrenales

Capítulo 16 - Camino fácil

La Zona Negra lleva dos semanas conviviendo entre tormentas. Cuando parece que una comienza a amainar en la parte norte, otra la sucede en el sur. El ruido de la lluvia y de los constantes relámpagos se perciben incluso en la Ciudadela, disturbando a sus habitantes, pese a encontrarse a varios kilómetros de distancia. Los únicos momentos de sosiego se presentan cuando la propia Sadira logra conciliar el sueño y una parte de su conciencia se inactiva. Los únicos momentos de quietud llegan cuando en su mente deja de revivirse una y otra vez lo acontecido en la Batalla.

Son instantes de alivio que los ángeles agradecen y maldicen a partes iguales: son conscientes de que tan solo pertenecen al «ojo del huracán». Porque al despertar, los pensamientos de la joven, repletos de remordimientos y autodesprecio, se abren paso con una mayor intensidad. Y entonces la lluvia se aviva tanto y tan rápido que comienzan a formarse numerosos riachuelos de agua oscurecida que amenazan con inundar el Cielo en su totalidad.

Sadira ni siquiera intenta refugiarse. De hecho, se mantiene en la misma posición que tomó varios días atrás cuando al fin se dio por concluida la Batalla: sentada a las puertas de su cabaña sobre la tierra embarrada. De sus ropajes podrían exprimirse interminables chorros de agua. Su piel luce húmeda y fría y a ella se adhiere su también empapado cabello. La joven mantiene la mirada perdida sin tratar de enfocar ningún punto de su entorno; no es el paisaje de Abali lo que recrea en su cabeza.

Cuando el alma de un ángel abandona su cuerpo, el ser al completo se desintegra: ya no queda nada que lo ate a lo terrenal. Siempre lo ha sabido pero esperaba no presenciarlo jamás. Sadira experimentó impotente cómo el rostro del ángel que más quiso se difuminaba lenta pero irremediablemente en sus brazos. Después, aprovechó que las alas se le habían desplegado durante el combate para desplazarse desde la Plaza Celeste hasta la Zona Negra. No podía soportar que su dolor fuera el centro de atención ni un segundo más y las alas no se lo rebatieron. Esa fue la primera vez que alzó el vuelo, y por la velocidad a la que se transportaba, no le tomó más de cinco minutos completar el recorrido.

La caída de los rayos más intensos y estridentes coindicen con la serie de imágenes que recuerdan a Sadira su entrada en el campo de batalla. Piensa que, tal vez, si no se hubiese entrometido durante el enfrentamiento, Marx se las habría ingeniado para derrotar a Ferum por su cuenta. O quizás no habría ganado, pero al menos tampoco habría muerto. Al fin y al cabo, fue un ataque del demonio que entró para contrarrestar la entrada de la chica lo que acabó con su vida. También existe la posibilidad de que, sin su intromisión, el Infierno hubiera ganado el asalto, y con él, la Batalla. Pero eso la situaría como la heroína de la historia y ella se siente demasiado miserable como para sopesar esa alternativa.

El sonido de una rama partiéndose en sus proximidades le hace alzar la vista por primera vez en horas. La lluvia cesa de forma repentina, pero solo por la zona que Sadira habita, para permitirle centrar la atención en el sonido. Duda que se deba a un animal porque todos se han resguardado del aguacero en sus madrigueras y guaridas. Tanto ella como Abali agudizan sus sentidos, y aunque Sadira no logra escuchar nada, la Zona Negra percibe unas pisadas a pocos metros de la joven. Sadira dirige la mirada en su dirección, pero la neblina que envuelve el ambiente y los árboles que la rodean le impiden distinguir algo de lo que supone será una figura humana.

—Has elegido el peor momento posible para adentrarte en la Zona Negra —advierte a quien sea que la esté acechando—. No me hago responsable si te parte un rayo.

—Asumiré el riesgo.

La silueta emerge de entre las sombras y su rostro se hace poco a poco visible. Sadira no puede evitar sentir cierto resentimiento al divisar a Jey entre la bruma. Al fin y al cabo, él participó en un asalto y salió indemne, pero claro que su adversario no podía compararse con Ferum.

—¿No te parece que ya es suficiente? —pregunta el chico con tono acusador—. Te hemos dejado dos semanas de luto. Ahora la gente necesita descansar, pasar página. Y no puede hacerlo bajo una tempestad que continuamente le recuerda la muerte de su líder.

¿Cómo puede ser tan insensible?, percibe Sadira de Abali. Su escasa empatía no está haciendo más que enfurecer a Sadira, y en consecuencia, agravar la tormenta que ha venido a apaciguar.

—¿Crees que me importa lo más mínimo el sueño de esa gente? —le increpa la chica desde el suelo. Pero de pronto recuerda que no es así cómo Marx le enseñó que debía comportarse—. Que los ángeles del clima interrumpan la lluvia. Lo siento, yo no puedo hacer nada.

—Si eso hubiera funcionado créeme que no estaría aquí.

—Una función que tienen y les queda grande... —Si Sadira fuera uno de ellos se sentiría bastante fracasada.

—La Zona Negra representa tus emociones, ¿no? Pues cálmate un poco.

En cierto modo tiene razón: si Abali se muestra de esa forma es porque así se siente su guardiana.

—Como si fuera igual de fácil decirlo que hacerlo —comenta furiosa.

—Oye, Marx también era importante para mí. De hecho, lo conocía desde hacía mucho más tiempo. Debes pensar que tuvo una muerte digna. Eso te ayudará a superarlo.

—¿Ser catapultado por un demonio te parece una muerte digna? —inquiere con indignación—. Si lo que buscas es mitigar mi dolor deberías pensar mejor tus palabras.

—Salvar el Cielo me parece digno.

—¿Salvar? —la joven hace una pausa de incredulidad y cierra los ojos con pesadez—. Ahora estamos más perdidos que nunca.

Sadira hace amago de ponerse en pie, pero su cuerpo no responde a su mandato. Los ángeles no se alimentan, o al menos no de comida. Lo que nutre sus cuerpos es la vida, la Luz. Y Sadira lleva todo este tiempo sin recibir ni una pizca. Pero esa no es la única causa de su flaqueza: tras tantos días en esa postura sedentaria los músculos se le han engarrotado por completo.




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