Los testigos

La Pitonisa

Atónito, así quede después de escucharla llamarme hijo suyo.

No salieron sonidos de mi boca, incluso pensamientos de burla comenzaron a emerger en mí; era imposible que ella fuera mi madre, y si lo fuera, no la hubiera reconocido. Había pasado mucho tiempo, la última vez que la había visto ella tenía 45 años y aunque no era muy joven, su viveza y su aspecto reflejaban juventud y fuerza.

Me había despedido rápidamente de ella antes de ir al castigo, iba tarde así que debía salir corriendo para alcanzar el autobús. Recuerdo que dejo de hacer lo que estaba haciendo, apoyo sus dos manos en el mesón de la cocina, me miro de cabeza a pies y se burló:

— ¡que te diviertas hijo! — grito mientras yo salía corriendo, sabía que se burlaba por lo que vestía, se suponía que el baile era elegante y al verme así no pudo evitar reír.

Siempre le contaba todo, o bueno, no todo pero si la mayoría de cosa que me pasaban, incluido el asunto del castigo de esa noche.

Esa mujer lo era todo para mí y la perdí en una noche, la anciana que estaba en frente mío no tenía nada de lo que recordaba de mi madre; su cabello blanco, su piel arrugada y la dificultad con la que hacia las cosas me hacían negar el hecho de que ella fuera mi madre.

Por 30 años evite ir a verla, por mi mente solo pasaba la nostalgia de no poder abrasarla de nuevo y de tener que verla envejecer mientras yo seguía igual, estancado y sin nadie verdaderamente a mi lado. Lo único que evitaba que yo lo negara rotundamente era la manera que posaba sus ojos sobre mí, como si algo dentro de ella se arreglara, como si todo su dolor se hubiera ido.

Con las fuerzas perdidas y los ojos repletos de llanto silencioso me abalance a ella y la envolví entre mis brazos. Estaba tibia, su cuerpo se sentía delgado y frágil, la notaba un poco más baja y encorvada, pero su peculiar aroma me llego tan profundo que no lo dude por más tiempo, era ella.

Ella solo sollozaba haciendo poco ruido, me acariciaba la espalda mientas aun me abrazaba y se inmiscuía en sus pensamientos por un largo rato.

De un momento a otro se separó de mí y se puso alerta, —he escuchado algo—me dijo, yo no había escuchado nada, pero con solo ver su expresión era evidente que algo malo sucedía.

Agarró mi brazo y comenzó a caminar con prisa pero lentamente, hacia lo que podía, y yo camine a su lado mientras intentaba seguir su paso. Al salir nos adentramos a una especie de bosque con muchos árboles, era de madrugada, por lo tanto la oscuridad era lo único que se divisaba a lo lejos; junto a nosotros, las personas salían de todas las casas con linternas, armas, y dagas grandes en las manos. 

Todos en el lugar estaban enturbiados pero yo aún no lograba entender que sucedía; el hombre calvo que acompaño a mi madre hacia su casa la noche que seguí a David se puso al otro lado de mi madre, menciono que habían visto a Elizabeth merodear por la playa.

— ¿Quién? — pregunte imprudentemente.

—La pitonisa más peligrosa que ha habido jamás — me respondió una voz tras de mí. La voz pertenecía a una muchacha de poco más de 17 años, su tono reflejaba rencor y dolor.

— ¿la que? — pregunte totalmente perdido.

—Pitonisa — contesto mi madre —ella fue la encargada del sufrimiento de cada una de las personas que están hoy acá — finalizo.

“Todas…”, pensé, ¿incluido yo?

— ¡ahí esta! —escuche a un hombre gritar.

— Es raro— dijo mi madre por lo bajo — si así fuese, ya habría atacado — concluyo para ella misma. — Es una trampa, no puede ser ella —.

Mi madre se paró frente a dos personas, estaban escondidas tras una roca, al parecer tenían miedo. La muchacha que estaba al pie mío con furia se alejó de donde estábamos, pude descifrar impotencia en sus ojos oscuros.

La seguí, quería una explicación. Ella se volteo y casi pataleando me dijo con desespero: — reconozco su rostro, sé que es ella, pero la Elizabeth que me condeno no tendría miedo jamás, ella está fingiendo —.

— ¿de qué me hablas? —Pregunte extrañado — ¿Qué quiere decir que te condeno? —

— aun no sabes que te paso ¿verdad? — contesto mi pregunta con otra.

Negué con la cabeza, no salían palabras de mi boca, miles de dudas se aglomeraban  en mi mente y no sabía exactamente que resolvería con la respuesta.

Ella se me adelanto y siguió diciendo: — es bastante claro que no lo sabes — resalto — no tengo tiempo de explicártelo todo, dile a la anciana que te cuente todo—.

Como si olvidara algo, se quedó pensando y luego abrió los ojos, al parecer había recordado aquellos dias. Se puso nerviosa y sin despedirse se marchó rápidamente hacia una cabaña lejana. 

Volví al lugar en donde se escondían los muchachos, en ese preciso instante la mujer se desvaneció tras el toque de su acompañante, fue imposible para mi poder verle el rostro, me quede con la intriga se saber su aspecto físico.

— ¡Se ha ido! — grito mi madre furiosa.

El hombre calvo levanto al muchacho de un solo jalón, al hacerlo su cabeza se ladeo hacia la izquierda, fue entonces que lo logre distinguir, era el empleado de la abuela de Lida, era el encargado del establo.

Aquel muchacho observaba incansablemente a mi madre con odio, ella lo ignoraba por completo y con un gesto que realizo con la mano dio la señal de que la siguieran. Efectivamente eso hicieron todos, yo fui detrás de toda la multitud y espere en silencio a que pasara lo que tenía que pasar.

Yo no sabía que paso seguía, no sabía qué relación tenía aquel muchacho que cuidaba caballos con todo lo que estaba sucediendo. Camine atrás de todos, al parecer sabían a donde ir, era en dirección contraria a donde están las cabañas.

El hombre que acompañaba a mi madre, aquel hombre calvo, levanto una roca bastante grande del piso, descubriendo así la entrada a un recinto. Cuando entre y pude observar lo que había adentro me aterre, era una especie de altar pero con un hexagrama dibujado al fondo. Había varias sillas individuales frente al altar, la mayoría ya estaban ocupadas así que me senté en uno de los últimos puestos que quedaban libres.



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En el texto hay: enigmas, magia antigua, romance

Editado: 08.06.2018

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