Luces de neón

Capítulo 7. Silencio

Estuve inmersa en una especie de trance durante todo el camino de vuelta a casa. Cuando me faltaban unos diez minutos para llegar, me llegó un mensaje de Sara en el que me preguntaba qué tal había ido la reunión. Esa mañana, antes de salir de su piso, le dejé una nota en el frigorífico en la que le decía que me había ido sin avisar porque no quería despertarla. Ni siquiera me enteré de cuándo entró en la habitación. No podría decir si fue a los dos minutos o a las dos horas, pero lo que sí supe con seguridad cuando me desperté a las ocho de la mañana fue que mis sueños me perseguirían, con suerte, durante toda la semana. 

Le contesté con un mensaje breve. Aunque no podía negar que tuvo un efecto en mí que jamás pensé, preferí omitir esa parte. 

¿Qué sentido tenía hablarle de alguien con quien no volvería a cruzarme?

Recorrí con mis ojos el autobús casi vacío. Viajaban cinco personas y los únicos sonidos que podían escucharse eran los del zumbido del motor que se mezclaban con los de la música de la radio. Hacía un día espléndido, pero no me sentía bien. Una sensación de malestar se instaló en mi interior desde el momento en el que entré en el cuarto de baño de la cafetería. Llorar por quince minutos sin saber por qué lo hacía realmente no me alivió como otras veces. 

Fruncí los labios y observé el esmalte granate de mis uñas. Traté de procesar de nuevo lo que me había dicho y en la forma en la que lo había hecho. Sabía que estaba molesto y quizás pensó que al decirme eso sentiría miedo del chico al que apenas conocía y que, por lo tanto, ni me plantearía verlo de nuevo. 

Aunque no podía confirmar si lo que me había dicho era cierto o no, cuando crucé el umbral de la puerta de mi casa comencé a pensar en algo que lo único que hizo fue acelerar mis pulsaciones. No di el aviso de que acababa de llegar ni pregunté si había alguien allí. Los fines de semana eran los días que mis padres y los de Leo aprovechaban para pasar juntos. Puede que a otros les pudiera parecer una escena un poco triste, pero para mí no lo era. Después de haber pasado la noche fuera y tras haber respondido a las llamadas de mi madre con un mensaje, nadie me libraría de un pequeño sermón. Sí. Tenía veintiún años. Y sí. Ella seguía manteniendo la misma actitud sobreprotectora de siempre. Otros de sus pequeños defectos eran que siempre tenía que llevar la razón y que las ideas, pensamientos y opiniones de los demás, incluidos los míos, estaban por debajo de los suyos. 

Puede que mi enfermedad cardiaca fuera el principal factor que la hiciera estar pendiente de mí casi las veinticuatro horas del día. Por eso mismo no podía juzgarla. No sabía lo que era haber estado al borde de perder a una hija. 

Esa noche, mi amiga logró ocultar mi cicatriz con el maquillaje, y a pesar de que sentí los cálidos labios de ese chico sobre ella, jamás sabría si la vio. Tal vez excedí todos mis límites, pero no me arrepentía de nada. No cambiaría la elección de usar el vestido ni haber compartido esos momentos mágicos con él. 

Entonces, ¿por qué había llorado frente al espejo?

¿Por qué seguía persiguiéndome su recuerdo?

Con ese dilema interno crucé el salón enrollando los dedos en las cuerdas de mi mochila y subí las escaleras. En el segundo piso estaba mi habitación y en la buhardilla mi taller de trabajo. Allí me dedicaba por completo a desarrollar todos y cada uno de mis proyectos. En ese lugar tenía planeado construir la obra en la que basaría mi Trabajo de Fin de Grado, pero tal y como le había dicho a Eros, todavía no tenía nada decidido.

Eros

Su nombre murió en la punta de mi lengua. No me atreví a decirlo en voz alta. Cerré los ojos y suspiré pesadamente cuando entré a mi habitación. Dejé la mochila sobre el escritorio, me descalcé y me tiré sobre la cama. Abracé la almohada, hundí la cara en ella y me perdí en mis pensamientos. No transcurrió mucho tiempo hasta que sentí que los párpados comenzaban a pesarme. Un segundo antes de sumirme en un sueño profundo, mis ojos se quedaron fijos en uno de los tantos dibujos que decoraban las paredes color turquesa. 

Plasmé ese edificio de piedra caliza de cinco plantas y con un jardín muy bien cuidado en su entrada una tarde de verano siete años atrás. Siempre que pensaba en ese día, una sonrisa se me dibujaba en el rostro. Tenía catorce años y en ese entonces era más introvertida, por lo que el hecho de que mis padres me hicieran acompañarlos a celebrar el aniversario de uno de los centros que habían ayudado a fundar con sus inversiones me provocó unos nervios en el estómago que me duraron una semana. No obstante, ahí fue cuando descubrí otras de mis pasiones: la repostería. Lo único que me ayudó a calmarme fue cocinar y en concreto, hice tres bizcochos para llevarlos ese día: uno de limón, uno de chocolate y uno de vainilla. 

Esa fue la primera vez que no me arrepentí de ir a un lugar. 

Visitar el centro de menores Tres Mares marcó un antes y un después en mi vida. Además de descubrir que el sabor de mis bizcochos podía hacer felices a muchas personas, conocí a un chico de mirada temerosa que se me quedó grabada durante mucho tiempo. En realidad, todavía podía recordarla a la perfección.

De pronto, comprendí por qué había llorado. No estaba triste por haber descubierto esa parte de su pasado, sino porque después de tantos años, había vuelto a verlo. 

Yo había encontrado a aquel chico de ojos azules y él a la chica que le había ofrecido una porción de cada uno porque no sabía cuál de todos ellos le gustaría. 




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