Míster Robinson observaba desde el gran ventanal de su oficina, en el piso más alto del edificio; veía orgulloso como se desplegaban sus ayudantes o sus marionetas según el punto de vista de algunos.
-Permiso señor.- interrumpió su joven asistente.
-Adelante, Erwin. ¿Qué sucede?
-Ya está aquí el joven Walson.
-Hágalo pasar.
-Sí, señor.
El asistente, pulcramente vestido salió de la oficina hacia una pequeña sala de estar donde se encontraba un joven muchacho sentado cerca de una mesa de té.
-Joven.- dijo Erwin.- Míster Robinson lo espera en su oficina.
-Está bien, gracias.
Alejandro Walson era un joven de clase media, trabajador hasta más no poder, dedicaba gran parte de su día a laborar para ganar unos pocos pesos que se iban completamente en el cuidado de su madre. Debió dejar sus estudios para dedicarse a ella y eso le pesaba en el alma, “jamás saldré de esta pocilga” se decía constantemente al llegar agotado a casa.
Un día mientras volvía a casa como de costumbre, se encontró con alguien. El hombre estaba de pie a la orilla del pasamanos del puente. Alejandro pensó en que quizás, pensaba lanzarse y se acercó. Al principio aquel hombre le transmitió algo de temor, pero luego sintió la necesidad de hablarle. El hombre estaba perfectamente vestido, llevaba un gran abrigo de color negro y un sombrero sobre su cabeza, era de aspecto delgado y las facciones de su cara eran extrañas, en sus manos cubiertas con guantes también de color negro sostenía un bastón, algo singular, con una bola de cristal con una luna roja en la empuñadura. Alejandro no dudo en establecer un dialogo con él, pensó en que aquella seria su oportunidad de escalar, de subir y salir de la pobreza.
-¡Señor, no lo haga! -gritó mientras se acercaba al hombre.
-¿No haga qué? - preguntó este sonriéndole.
Alejandro sintió como esa sonrisa le calaba los huesos, pudo sentir algo de maldad allí, pero aun así continuo con su plan.
-Disculpe, pensé que quería lanzarse.
-¿Lanzarme? ¿Y por qué lo haría? Tengo todo lo que cualquiera podría desear y mucho más.
-Lo veo. –respondió este mirando sus ropajes.
-Tú también podrías.- le dijo el hombre.
-Algunos pueden porque nacen en cuna de oro, otros como yo, seguiremos en la inmundicia.- respondió el joven.
-¿Y si yo te ofrezco una vida de riquezas? Claro si trabajas para mí ¿Lo aceptarías?
-Solo depende de cuál sería el trabajo.
-Nada del otro mundo. Te parece si lo hablamos en mi oficina. Toma mi tarjeta, debo irme.- dijo entregándole un pequeño papel y alejándose.
Alejandro tomó la tarjeta, la leyó y al querer agradecerle se dio cuenta que el hombre ya no se encontraba. “Que extraño” pensó. “Habrá tenido algún auto esperándolo”. “Será mejor volver”. Guardó la tarjeta en el bolsillo de su chaqueta y volvió a casa.
Los días habían pasado cuando encontró aquella tarjeta en su bolsillo, la revisó y notó que las letras brillaban, “las cosas que pueden hacer los ricos”, se dijo mirando hacia el cielo.
El sol aún se encontraba en la parte más alta y aun le quedaba bastante tiempo para trabajar. “Maldita sea, nunca saldré de aquí” se dijo molesto. Recordó la tarjeta y decidió visitar al hombre. Dejó su trabajo tirado y se encaminó hacia aquella oficina, por supuesto; Míster Robinson ya lo esperaba.
Alejandro estaba algo nervioso, no sabía cuál era exactamente el trabajo que tenían para él, pero era una oportunidad de la que no quería perderse. El asistente de aquel hombre lo invitó a pasar, él lo siguió en silencio.
Mientras avanzaba por el pasillo hasta la oficina de aquel sujeto, pensaba en las miles de maravillas que le esperaban, ilusionándose con cambiar la que él creía era una vida miserable.
-Adelante. Pasa. Te esperábamos.- dijo Míster Robinson.
-¿Cómo supo que vendría? – preguntó este algo intrigado.
-Lo vi en tus ojos aquel día. Me pareces un buen elemento.
-Solo quería saber cuál sería el trabajo.
-¿Solo eso? Solo quiero que trabajes para mí.
-¿Cómo es eso?
-Puedo darte riquezas, más de las que te imaginas. A cambio solo debes pensar en lo que más amas en este mundo. Cuando te necesite te lo haré saber.
-Eso parece un poco extraño. ¿No cree? ¿Quién entrega riquezas a cambio de pensar?
Míster Robinson se echó a reír. Los hombres hacen lo quesea por riquezas y aquel joven era uno de ellos, sin embargo un sesgo de luz habitaba en su corazón; lo que le hacía dudar de tal oferta laboral.
-Eres inteligente.- dijo al fin, buscando en la mente del muchacho pensamientos que le ayuden a convencerlo. -Estoy buscando aliados. Quiero tener a mi alrededor gente confiable, y tú lo pareces.
Robinson sabía perfectamente cómo llegar a las personas, introducirse en la mente de los demás y conocer sus mayores deseos le permitían manejarlos a su antojo. Alejandro era uno de ellos, la ambición y las ansias de riqueza lo volvían un blanco vulnerable ante la manipulación de aquel sujeto.