Luna De Los Enamorados

Capítulo 8 Bestias

Todos los días, Lorena se encerraba en su alcoba con la encomienda de realizar las tareas que encargaban los maestros de la preparatoria, por partida doble, pues obligada por que Julieta no contara a don Evaristo que la había visto en compañía de Daniel, debía terminar en tiempo y forma con las tareas de ambas. ¿Qué sí era un abuso? Desde luego, pero por no provocar la ira de su padre y que la obligara a separarse de Daniel, Lorena estaba dispuesta a soportarlo. Además, ella misma se lo había propuesto a la engreída de Julieta. Y ese era el precio que tenía que pagar por el silencio de su amiga.

Tan pronto como terminaba con esa labor, Lorena se metía a la habitación de su madre para acompañarla la mayor parte de la tarde. Tomaba el té con ella y le daba sus medicinas. Lorena terminaba consternada, pues con el paso de los días se daba cuenta de que la salud de su madre iba empeorando, sobre todo, después de tomar el medicamento, pues la veía agotada, con la voz muy débil y los ojos sosteniendo con esfuerzo los párpados. Tal parecía que el medicamento la agotaba extremadamente, pues en cuanto lo ingería, de inmediato volvía a su cama para decir solo tres o cuatro palabras más y caer derribada de sueño.

Lorena había acudido al doctor de la familia, y él había prometido hacerle un chequeo a Esther lo más pronto posible, pues él suponía que con el medicamento podía tener la fuerza necesaria para realizar actividades esenciales dentro de casa como tejer, leer y permanecer despierta durante la mayor parte del día, pero contrario a esto, Esther se la pasaba recostada, sin apetito, con el pulso muy débil y sin ganas de pronunciar ni una sola palabra. Situación que tenía alarmada a Lorena y que la hacía pasar con ella el mayor tiempo posible a su lado. Cuando terminaba la tarea de Julieta se iba a la habitación de su madre y terminaba su tarea ahí. Esther permanecía callada, débil y ausente, con una mirada de vidrio que, aunada a su piel blanca, le conferían a su rostro un aspecto sombrío y sin vida.

- Antes de que me dejes, abre el cajón del buró y toma el alhajero.

Lorena obedeció sin decirle una sola palabra.

- Ábrelo.

Lorena descubrió, al levantar la tapa, una cadena de plata con un dije tallado en forma de luna.

- Es muy hermosa.

- Es un bonito recuerdo de mi juventud. Es de plata de Taxco, Guerrero. No tiene mucho valor, pero para mí es invaluable por el aprecio que le tengo. Significa mucho.

- ¿Quieres que te lo ponga?

- No hija. Es para ti. Guárdalo. Cuando te vayas de esta casa deberás usarlo siempre. Nunca te deshagas de él. Consérvalo. Por favor. Prométeme que lo harás.

- Todo lo que venga de ti, madre, es sagrado para mí. De mi pecho no colgara otra joya más que esta.

Esther sonrió sin fuerza y cerró los ojos. Se notaba que hasta el más mínimo esfuerzo la agotaba.

- Apaga toda la luz, hija. No es necesario que dejes la lámpara encendida. No tiene caso. No abriré los ojos hasta que el sol me dé en la cara.

- Como digas, mamá. Descansa.

Lorena se inclinó para besarle la mejilla. Notó que ella tenía fría la piel y respiraba agitada. Cuando Esther se quedó profundamente dormida, Lorena apuró saliva y deslizó su mano sobre el rostro de su madre para persignarla.

Eran cerca de las diez de la noche cuando Lorena salió al jardín con la entera libertad de que esa noche nadie la vería atravesar los rosales y las buganvilias del jardín, pues Estela se había reportado enferma desde la mañana y descansaba en su cuarto. Y su padre ya roncaba en la habitación contigua a la de su madre. Lo había constatado al pegar el oído en la puerta después de que dejara a doña Esther en su cama, dormida.

Apartó las hojas de lirio y se sorprendió cuando vio la silueta de Daniel iluminada por la luz de la luna. El chico estaba sentado en la roca de siempre.

- Te gusta asustarme.

- Me encanta. También así, con tus ojos abiertos de espanto, te ves hermosa.

Ella le dio un beso en los labios.

- Te extrañaba ya. – respondió él.

- Pero si nos vemos todos los días aquí.

- Para mí un minuto sin ti es una eternidad.

- Suenas a galán de telenovela romántica.

- Me aprendo bien los textos de las historias que mi mamá ve en la televisión.

- Tonto.

Se tomaron de las manos y se quedaron viéndose mutuamente.

- Ya falta menos para que cumplas los dieciocho.

- Para ser precisos, cuatro meses con trece días.

- ¿Te imaginas cuando seas la señora de Reyes?

- Con cuatro niños y un plumero en la mano.

- ¿Cuatro?

- Estás de suerte, antes eran cinco.

- Los que quieras, mi reina.

Daniel acercó de nuevo los labios para besarla. Fue un beso rápido porque enseguida él buscó su mirada para perderse en ella.

- Nací para estar toda la vida contigo. – Daniel sonrió.




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