Mateo Millán los llevó a la tercera colina del pueblo detrás de las ruinas de la vieja estación ferroviaria y delante del sendero al rio. A Lucio se le erizaron los vellos del brazo, Edmundo sonrió fascinado con el lugar y las gemelas Ivanov se miraron la una a la otra. El gesto sereno que la menor le dedicó a la mayor fácilmente le tranquilizó. Ambas sintieron casi al instante el aura pesada de ese lugar, casi todos en el pueblo se conocían la historia del por qué nadie pisaba las ruinas de la estación ferroviaria y no, no se trataba de su cercanía con el panteón municipal.
Ellas sabían perfectamente la verdadera historia.
—¿Por qué nos trajiste a este lugar precisamente?—cuestionó Lucio abrazándose a sí mismo como si tuviese frío.
—¿Por qué no hacerlo?—encogió los hombros Mateo y le miró con suspicacia.
Ed más o menos notó que algo no estaba bien. Cordelia había soltado su mano y automáticamente se había colocado al lado de su hermana, quien se notaba impasible, pero preparada para cualquier cosa. El resto de los acompañantes de Mateo se veían satisfechos, pero ciertamente asustados de algo y la mirada de desprecio que Lucio devolvió a Mateo ante sus palabras, fue suficiente incentivo para preguntar exactamente qué era ese sitio y por qué parecía prohibido.
—¿Qué es lo que hay aquí? Puedo notar el impresionante paisaje y las ruinas son fascinantes para cualquiera. Pero sé que hay algo más. Díganmelo.
—No es nada realmente, Ed—replicó su primo con molestia.
—Yo diría todo lo contrario—increpó el bravucón y cruzó los brazos antes de continuar—. Este lugar también está maldito o al menos eso dicen en el pueblo.
—Todo está maldito en Luna Roja—ironizó Edmundo y las gemelas ensancharon sus ojos. El joven comprendió lo que había dado a entender y estaba por disculparse, alegando su pensar ante la idea de que las maldiciones no existían, pero Mateo fue más rápido.
—Hay algunas cosas que son exageraciones, pero la historia de la bruja Favelli sí fue cierta. La gente lo dice todo el tiempo. ¿Puedes ver esa casa?—le señaló al joven citadino la pequeña construcción de madera y carrizo que casi pasaba desapercibida—Es la casa de Christa Favelli, una bruja curandera. Cuando la maldición aún no azotaba Luna Roja, algunas personas acudían a ella y sus remedios para curar sus enfermedades. Christa tenía una hija, una preciosa hija llamada Anette y las malas lenguas dicen que cuando Anette se suicidó aquí, precisamente en esta colina, la mujer enloqueció tanto que maldijo al pueblo. Ella lanzó la maldición, la peste. Al menos, esa es una de las teorías—entrecerró los ojos con malicia—… la otra… ya la conoces…
—Esto no me gusta Mateo. ¿Por qué traernos a un sitio así? No es divertido—reclamó Edmundo al comprender el insulto implícito a las gemelas Ivanov.
—Así es, Ed tiene razón, ha sido una estupidez, como todo lo que haces—agregó Lucio temblando de repente.
—Al contrario, yo creo que si estamos aquí y visitamos este lugar, podemos comprobar que las maldiciones no existen. Puede que Anette Favelli haya muerto aquí, pero eso no quiere decir que su presencia se encuentre entre nosotros.
Lucio tembló aún más. No le gustaba ese sitio en serio, Mateo era un idiota. ¿Por qué hacía esa clase de estupideces? Sentía demasiado frío, el viento azotaba los árboles y el murmullo de los mismos le asustaba en demasía. No se sentía bien en ese lugar, casi le faltaba el oxígeno y aquello le molestaba y hacía sentir vulnerable.
Corina Ivanov notó los temblores de Lucio, aquello no era normal, ellas sentían la presencia y el ambiente pesado por obvias razones, pero Lucio… ¿Él qué tenía que sentir? Recordó su cercanía a la Orden perpetua y tuvo su respuesta, el muchacho era tan sensible a esos temas que, seguramente, estaba deseando con su alma abandonar el sitio.
—Me parece de muy mal gusto la idea, al menos debiste advertírnoslo—continuó Ed con los reclamos y Mateo continuó excusándose en una buena idea, además de una salida entretenida.
Editado: 22.07.2018