KANDEM
—Mi Señor, ella está aquí. Los vigías reportan que entró a la ciudad hace pocos minutos, será cuestión de unas horas para tenerla con nosotros en el baluarte. —Reys, el joven y sonriente asistente personal de Kandem termina su enunciado con una caravana de cortesía, permaneciendo en las estancias de invitados que a su vez funge como estudio privado, una habitación amplia de alfombras gruesas y tapices ásperos cubriendo las paredes, muebles sencillos al centro y un juego de sillas acolchadas esparcidas por las esquinas, el escritorio del Señor está junto a la puerta que da a la pequeña oficina personal de Reys, desde donde monitorea todas sus necesidades.
Alzando sus ojos del escritorio, Kandem contempla al muchacho de complexión delgada y de elegante presentación, llegado a su servicio cuando era apenas un crío recién salido de su centro de instrucción superior y recomendado por el viejo Enser.
—Llama al Consejo y a la servidumbre del ala central como se planeó, envía un mensaje al Comandante Almity y dile que se activen los protocolos de seguridad.
—A la orden, mi Señor.
—Reys. —El chico se vuelve de forma súbita, agitando sus rizos castaños en el momento en que sus ojos cobrizos encuentran los de su Señor—. Necesitaré una infusión relajante, muy cargada.
«O una jarra de malta», reflexiona, volviendo su atención a la pantalla de cristal que descansa sobre el escritorio, reproduciendo imágenes de las calles de Kasttell, adoquinadas de blanco y azul con majestuosa arquitectura adornando cada esquina, calles desoladas, paralizadas por la militarización ejercida por su hermana para intentar controlar los disturbios.
Pronto se encuentra ultimando detalles en los salones, dando últimas advertencias a las asistentes asignadas a la Dama y a los bélicos de la segunda planta donde ella será instalada.
—Ella está frente a las puertas, mi Señor. —Reys vuelve a su lado. Ésta vez la voz se le desvanece como el viento, visualiza sus manos enguantadas y las encuentra temblorosas, siente la sangre agolparse en sus mejillas y detrás de sus orejas, el corazón le palpita con fuerza detrás de la chaqueta y las demás capas de ropa. Nunca en su vida había estado tan nervioso—. ¿Abrimos las puertas, mi Señor?
—Kandem —apremia Renner, sujetando su hombro para devolverlo a la realidad.
—Sí, abran las puertas. Vayan —ordena, tanto bélicos como asistentes se alzan al exterior como avecillas al vuelo, él, Reys y Renner permanecen unos minutos más en el salón de recepción del baluarte—. Respira, sólo es una mujer.
«Solo es una mujer, la mujer que puede hacer que ésta guerra termine de una vez». Ni una palabra sale de su boca, en cambio camina hacia las puertas altas abiertas de par en par que permiten el viento gélido penetrar en las tibias salas y revolver sus ropas, el balcón a siete metros sobre el nivel del patio principal se expande frente a sus ojos, con toda su corte dispersa a sus ambos lados. Y allí está ella…
Es una esfera de telas y abrigos hasta que desabrocha la capa de piel que mandó a obsequiarle para cubrirse del frío durante el viaje, ésta cae al suelo cubierto de lodo y nieve, el caballo pisotea la prenda y cuando la Dama baja de la montura sus botas preciosas también la pisan. No importa, todo deja de tener relevancia cuando esos ojos azules como el hielo seco rompiéndose al calor le observan desde mucho más abajo, con desafío, Kandem nunca había visto tanto odio y rencor en una mirada, ni tanta belleza junta en una sola persona. «El Creador debió poner en ella toda la belleza de las mujeres del sur».
—Podemos dar la orden de que la suban aq… —Kandem acalla a Renner con un gesto de su mano, presiente que usar intermediarios con la Dama no dará buen resultado en ese primer encuentro, así que decide bajar él mismo, vadeando a los miembros de su Consejo del lateral derecho y los asistentes en las escaleras inferiores, hasta que sus botas negras también se manchan con el lodo y la nieve sucia.
—Mi Dama de Kasttell —reverencia con solemnidad, al elevar su mirada comprende el escrutinio que ella le ha realizado en ese tris de segundo—, bienvenida a Tierra Senerys, soy el Señor Kandem de Senerys. Espero que el viaje no haya sido del todo desagradable, será un honor recibirla en mi casa.
—¿Bienvenida? ¿Honor? —Sus gestos muestran confusión, las cejas doradas se le contraen brevemente hasta que sacude su cabeza hacia los lados haciendo que el oro en él cascabelee—. Sus hombres hicieron mella de mí durante toda la travesía, la comida era repulsiva y la caza peor porque estos imberbes son incapaces de cazar un conejo sin destrozarlo con el proyectil; vi departir el transporte que debía llevarnos, ¡dos horas atrás! Se lo he dicho a sus lacayos y se lo digo a usted, Kandem: Senerys nunca logrará llegar al poder porque carecen de disciplina y organización. ¡Al carajo su hospitalidad, al carajo su bienvenida!
Con un escupitajo bárbaro a la tierra, la rubia termina su enunciado y él se queda como un témpano de hielo con la vista clavada en la saliva que se va congelando poco a poco, cuando reúne el valor de alzar su vista hacia la Dama ésta permanece firme, con la quijada contraída y los hombros echados atrás; alrededor, tras dar un vistazo, cada hombre, mujer y niño presente guarda un silencio solemne, tan solemne como el semblante de Kandem que poco a poco va tornándose rojizo como la forja de un herrero.
—Mi Dama de Kasttell, ofrezco mis disculpas —y esas palabras nunca habían sido tan difíciles de pronunciar, le saben a bilis amarga en la garganta—, veré que mis hombres reciban corrección apropiada. Ahora, la recepción está preparada, supongo que querrá asearse antes así que le introduciré a sus asistentes personales, ellas son…
—Creo que no me entendió bien, Kandem —interrumpe de nueva cuenta con su acento elegante, haciendo el oro tintinear cuando da un paso más hacia él que pretendía hacer llamar a Mars y Kaeli desde el balcón; esos ojos están de nuevo inyectados con odio frío—. Se lo digo más claramente, quizá mi acento no le permite entenderme: Váyase al carajo.