Quince años de edad
Carlene aún no entendía por qué David no había llegado. A pesar de sus quince años, corría todos los viernes hacia su casa y juntos hacían cualquier cosa. Habían planeado por semanas que armarían una casa de campaña y acamparían toda la noche, ya que sus padres habían suspendido el campamento de esas vacaciones. Él todavía no llegaba, no contestaba su móvil y el foco de su habitación no estaba encendido, algo que era habitual en un día normal.
Después de esperar dos horas, se resignó, decidió sentarse en el banco junto a su ventana. Quizá estaba haciendo algún trabajo en equipo o estaba entrenando con el equipo de lacrosse.
Había un lienzo impecable en el caballete blanco, su mente viajó a un posible escenario para colorear esa blancura. Ella pintaba para relajarse, era una especie de terapia. Jamás pensó que los mitos de la escuela secundaria fueran reales, hasta que recibió un montón de bromas pesadas y burlas por parte de sus compañeros. También estaba esa época negra en su vida que se esforzaba para olvidar, pintar la ayudaba a estar en paz.
Su único amigo era Dave —quizá Roger y los gemelos, pues Ian era un imbécil—, algo que era extraño, ya que era la reencarnación del típico chico popular, jugador estrella y todas las chicas lo deseaban. Odiaba caminar por los pasillos siendo testigo de cómo lo miraban.
Detuvo los movimientos de su pincel cuando se percató de dos siluetas en la casa contigua. Su mejor amigo estaba con una chica. Acercó su rostro al vidrio y entrecerró los ojos. Podría reconocer ese perfecto cabello negro donde fuera. Amanda West. ¿Qué hacía la abeja reina con D?
Sin despegar ni un poco los ojos, escuchó a su madre:
—¿Qué haces ahí, hija? —Detestaba que le dijera «hija», se asqueaba de cualquier cosa que viniera de parte de ella. Ginger era un monstruo y Carlene le había tenido miedo por mucho tiempo. Se lo seguía teniendo, pero ahora sabía enfrentarla.
Se limitó a negar. No podía hablar por temor a que su voz se quebrara, tampoco podía creer que esos dos estuvieran tan cerca. Dave tomó entre las suyas las manos de Amanda y bajó sus labios a los de ella. Su corazón pendía de un hilo.
Cepilló su rostro y miró de nuevo. Tenía que ser alguna clase de alucinación, pero ahí seguían aquellos personajes. No pudo ignorar más la fuerte presión en su pecho y dejó escapar un sollozo. ¿Por qué estaba deshecha de todos modos? Dio pasos atrás, alejándose lo más posible de aquella pesadilla, de aquel universo subalterno.
—Si fueras un poco más femenina, no hubiera pasado esto
—Carlene arrugó la cara, no tenía tiempo para los discursos egoístas de su madre. La miró con desprecio, esta levantó las manos en señal de derrota y se marchó. Escuchó el timbre de su teléfono, caminó con calma hasta él y tomó una respiración profunda al reconocer el número en el identificador.
—¿Diga? —dijo al contestar.
—¡Carly! —exclamó esa voz conocida que siempre la hacía sonreír. No contestó porque no quería que se le rompiera la voz—. Luciérnaga, ¿estás ahí?
—Ajá. —¿Por qué no podía solo ignorar todo? Sintió cómo el ceño de Dave se frunció, pudo imaginar sus facciones confundidas.
—¿Estás bien? —Casi pudo escuchar la sonrisa, mientras ella sentía que su mundo se desmoronaba. Sonaba esperanzado, ¡Dios!, no quería escucharlo parlotear sobre esa chica.
—Sí, lo estoy.
—Adivina las nuevas noticias. —Carlene cerró los ojos, esperando el crudo golpe.
—Sabes que no soy buena con las adivinanzas, D.
—¿Recuerdas a Amanda? —Afirmó con un sonido nasal. Era imposible no recordar a la demente que la torturaba cada día—. Estás hablando con su nuevo novio, ¿no es genial?
Quería decir no.
Apretó el aparato con fuerza, al igual que su mandíbula. ¿Por qué de todas tuvo que haber elegido a la mayor perra del mundo? Amanda y su clan de obreras se burlaban de ella por cualquier cosa, le hacían zancadillas, jalaban su cabello, la llamaban por sobrenombres horribles. Todos en la escuela hacían lo que Amanda decía, por lo tanto, era repudiada por la mayoría. Le estaba quitando ahora a su mejor amigo.
—¿Carly? —La voz divertida de Dave la hizo reaccionar.
—¡Sí! Eso es… estupendo. ¡Felicidades! —Forzó a que las palabras salieran, pero lo que en realidad quería hacer era vomitar.
—Ya sé que es algo repentino, no te molesta, ¿cierto? —Agachó la cabeza como si de un crimen se tratara. Se miró la ropa y la anatomía gracias al único espejo de su habitación. Amanda era preciosa, ella era… ella. Una chica de cabello simple castaño, demasiado flacucha y plana, siempre vestida con playeras muy grandes para su talla y jeans holgados. No podía competir contra la porrista con cuerpo de modelo.
—No, para nada, Dave, soy tu amiga y te apoyo. —Él guardó silencio, ella habría preferido que no abriera la boca.
—Eres grandiosa, gracias por entender. No podría tener mejor hermano.
La había llamado hermano, no hermana. Sintió su labio inferior temblar y cómo la nariz comenzó a picarle.
—Sí… —Aclaró su garganta—. Tengo que colgar, Dave, mamá me está llamando.
—Nos vemos. —Colgó, miró el teléfono con incredulidad. Dave no había recordado los planes que tenían.
El muchacho se preguntó si estaba haciendo lo correcto, no estaba cómodo con los sucesos, pero no tenía muchas opciones, pues la condición de Amanda para que dejara de joder a Carlene era que fuera su novio. Sabía que esto los alejaría, sabía que estaba actuando como un cretino al salir con la chica que molestaba a la persona de la que estaba enamorado.
Por un momento soñó que Carlene le pedía que la dejara, por Dios que si lo hubiera hecho, él habría dejado esa relación estúpida y sin sentido. La joven era hermosa, pero él no se sentía atraído.
Rascó su cuero cabelludo y se detuvo frente a su ventana, la vista fija en la de su habitación. Suspiró profundo cuando vio la silueta de Carlene sentada en su banquito.