Para cuando James quiso caer en cuenta de lo que estaba pasando, la bala ya le había atravesado la cabeza. Las paredes a su alrededor, la mesada de granito, el refrigerador detrás suyo; todo se tiñó de rojo, manchas irregulares que comenzaron a discurrir hacia el piso de madera flotante. El cuerpo, inerte en el suelo, apenas había recibido un rápido vistazo de las dos personas que se encontraban allí.
—Espero que no hayan escuchado el impacto de la bala en la pared —murmuró una joven, alta y completamente de negro, bajando el brazo en el que sostenía la pistola con silenciador.
Se trataba de Danielle Wickham, una sicaria de la División Omicidio[1], Familia Wickham, miembro de Scuro Luce.
—Lo dudo mucho. ¿Recuerdas lo que dijo Marty? Ángela Borgia tiene todas las luces apagadas desde hace una hora. Así que salgamos de aquí. —El hombre, robusto y bronceado, se acercó a una mesa ratona próxima al cadáver de James y miró a su compañera de reojo; una sonrisa comenzó a formarse en sus labios—. Pero no sin antes… —Delicadamente sacó una postal de su chaleco, garabateó algo en ella, y con la mano enguantada en cuero negro la depositó sobre la mesa, manchada con algunas gotas de sangre—. Ya sabes, el toque. Hay que ser educados y saludar.
Adriano Piccolini, el consigliere[2] de Scuro Luce, perteneciente a la Familia Piccolini, no solía ser muy asiduo a las bromas. Pero esa noche, particularmente, una energía vibrante le recorría las venas de todo el cuerpo, ya que por fin habían comenzado el plan que les llevó años enteros de sacrificio y preparación.
Danielle rodó los ojos ante el comentario de Adriano y, mordiéndose el labio, le dio unas palmaditas en la espalda al hombre.
—Como tú digas, amigo… Ahora larguémonos de aquí.
—¿Ascensor o escaleras?
—Ninguna de las dos, Adriano. Y lo sabes.
Piccolini frunció el ceño, confundido, y siguió con la mirada el recorrido que hacía Danielle hasta la ventana lateral del living, que daba a la pequeña callejuela formada entre aquellos dos imponentes edificios de Manhattan. La joven se giró hacia él y le sonrió.
—Anda, estamos en el siglo veintiuno. Los hombres primero.
Adriano caminó lento y se asomó hacia afuera, con un pie en el borde, y distinguió el coche negro estacionado dieciséis pisos debajo de donde estaban. Ni siquiera se esforzó en replicar nada, pues sería un desperdicio de saliva. A esa chica le encantaba jugar a la espía y, si él no bajaba, ella se iría de todos modos y lo dejaría a pie en medio de Manhattan.
—Bien, esta es apenas la tercera vez que hago esto. Así que tenme paciencia, Dani.
Adriano arrojó una soga al vacío y la ató fuertemente a la argolla que acababa de incrustar en la pared externa del edificio. Preparando el arnés que llevaba sujeto al cinturón, colocó ambos pies sobre el borde del ventanal, de cara al interior del departamento. Allí estaba Danielle, calmada y de brazos cruzados, esperando a que estuviera listo.
—De acuerdo… Deséame suerte.
Sus pies abandonaron la comodidad de una superficie horizontal y se dejó caer apenas unos metros; luego detuvo el descenso haciendo presión sobre la cuerda y recargando los pies en la pared. Se concentró en respirar y en no mirar abajo; en vez de eso, contempló el cielo nocturno poblado de estrellas sobre su cabeza, y las luces brillantes e implacables de la ciudad de Nueva York a su izquierda. Cuando estuvo listo, repitió el proceso una y otra vez hasta que por fin sintió un suelo firme sobre el cual pararse. Liberando el arnés de la soga y sonriendo aliviado, alzó los ojos y se encontró con que Danielle ya iba bajando. Pero no como él. No con la seguridad y la protección del preciado arnés.
—¡Danielle, pero qué…! —Se interrumpió al recordar que no podía alzar la voz. Se llevó las manos a la cabeza y susurró, exasperado—: ¡¿Qué mierda estás haciendo, mujer?!
Más rápido que él, e incluso saltando desde el primer piso, Wickham cayó limpia y grácil como un gato sobre sus dos piernas, sana y salva. Se irguió y le sonrió victoriosa a Adriano, el cual tenía los ojos abiertos como platos.
—Estás loca —resolvió, yendo directo hacia el auto—. Estás loca como una maldita cabra.
—Ah, vamos, que estás viejo pero no tanto. —Danielle rodeó el coche y se subió en el asiento del copiloto, mientras que Adriano encendía el motor—. Es una de las cosas básicas que enseñan en la División Spionaggio[3], ¿sabes?