Una pequeña contradicción existente entre las películas y la vida real es que, a diferencia de las primeras, en la segunda no es muy recomendable malgastar tiempo observándose a los ojos desde la lejanía de forma intimidante y esperando a que algo pase. Todo lo contrario.
Por dicha razón, no pasaron ni cinco segundos desde que Danielle habló y uno de los tres hombres frente a ella ya contaba con un disparo en la pierna que lo ahogó en un chillido de dolor. Como si hubiese sonado la trompeta indicando el comienzo de una batalla, los cuatro matones restantes fueron a la carga contra Danielle y Adriano, envueltos en roncos bramidos, blasfemias y gritos de guerra.
Al menos, pensaron los miembros de Scuro Luce, ahora ya no tendrían problemas dividiéndose las víctimas.
Adriano se enfundó ambas manos con las llaves de pugilato[1] que llevaba siempre encima y se colocó en posición de combate, encorvando la espalda y protegiéndose el rostro con los puños. El primero que arremetió fue el hombre del atizador; careciendo de técnica, lo único que hizo fue correr hacia él con el arma alzada sobre su cabeza y blandirla violentamente contra su oponente. Adriano esquivó el ataque dando un paso rápido hacia el costado y, antes de que el matón pudiera girarse hacia él, le asestó un violento golpe con la rodilla en el estómago. Sin demoras procedió a tomarlo del cuello de la campera, alzando su cabeza, e impactó el puño cerrado contra su oído, desequilibrándolo por completo. Pero Adriano se distrajo viendo cómo el tipo se tambaleaba y le dio tiempo a su compañero para que, de una patada en la rodilla, lo hiciera caer de bruces al suelo. Procuró que su cabeza no golpeara el pavimento y abrió los ojos lo suficientemente rápido para esquivar por apenas unos milímetros al bate de béisbol que estuvo a un suspiro de aplastarle el cráneo. El matón frunció el ceño al advertir que le había errado y le brindó apenas unos segundos (pero muy valiosos) a Adriano para que le devolviera la jugada: desde el suelo, le golpeó la pantorrilla con el talón y lo desestabilizó. De un salto ágil, Piccolini se incorporó y le lanzó una mirada de reojo al hombre que acababa de noquear para asegurarse de que estuviera fuera de combate. Sacudiendo un poco las manos, comprobó que su actual contrincante había arrojado el bate lejos, furioso, y se estaba colocando en los puños unas llaves de pugilato similares a las suyas, pero negras y brillantes. Le habría apetecido bromear con algo que acababa de ocurrírsele, pero no tuvo oportunidad: el hombre ya se encontraba encima suyo, arremetiendo contra su rostro. Adriano lo esquivó e intentó golpear su costado, pero el matón bloqueó el ataque. Un disparo perforó el aire a sus espaldas, seguramente de Dani; la ínfima distracción generada por la preocupación que le generó pensar en su compañera le dio a su oponente la oportunidad perfecta para conectar su puño con su mandíbula. Adriano hizo lo posible por hacerse hacia atrás y esquivarlo, pero no lo logró en su totalidad. Un dolor espantoso comenzó a expandirse por todo su rostro y el mundo a su alrededor comenzó a dar vueltas frenéticas. Sin conseguir mantenerse en pie, cayó sobre un montón de bolsas de basura, lo que amortiguó el impacto. Absolutamente mareado y con ganas de vomitar, enfocó con mucho esfuerzo su mirada en el matón que, gustoso, se estaba dando el lujo de acercarse lentamente a él. Una sonrisa gatuna bajo el bigote decoraba su rostro regordete mientras se sonaba los dedos. Adriano tragó saliva e intentó incorporarse sin mucho éxito, a lo que el hombre rió.
—Maldita rata de Scuro Luce, ya verás cuando…
Sus palabras se interrumpieron por un disparo y un desgarrador alarido de dolor. Adriano escuchó el sonido de las llaves de pugilato golpeando el pavimento y vio a Danielle hacer aparición en su distorsionado campo visual. La sonrisa que le brindó le hizo saber que estaba a salvo y, aliviado, dejó caer la cabeza sobre el montón de bolsas apestosas. El olor era repulsivo, pero más lo asqueaba el martilleo constante que le torturaba cada nervio del cerebro.
Danielle se había encargado sin mucho esfuerzo de los dos que le habían tocado. Al parecer, se habían “apiadado” de ella por ser mujer y verla toda delgada y vulnerable. Pobres imbéciles. Uno yacía muerto en el suelo, con un disparo en el pecho, y el otro estaba desmayado sobre unas cajas vacías. Apenas había acabado a tiempo para salvar a Adriano de aquel tipo que estuvo a punto de darle el golpe final. Un rápido disparo en el brazo había bastado para hacerlo cambiar de planes por el momento. Era consciente de que no todos habían muerto, pero precisaban al menos uno con supervivencia asegurada para llevarlo a la Tana y sacarle información. Después de todo, luego de la conmoción inicial llegaban las verdaderas preguntas: ¿quiénes eran esos tipos? ¿Qué Familia los habría enviado? ¿Qué querían con ellos?
El tipo había chillado como una nenita y había dejado caer las llaves de pugilato para sostenerse el brazo herido. Danielle se acercó a él y con furia impactó su rodilla en la parte sensible del hombre. No sabía si habría reventado algo ahí o no, pero le importaba una mierda. Estaba molesta. Luego de que se tirara al suelo en un grito de dolor, Danielle se paró encima de él e hizo girar la pistola en su dedo índice como si de un juguete se tratase.